jueves, 25 de junio de 2009

As time goes by


Existen determinadas "verdades" que a fuerza de ser repetidas parecen incuestionables. Una, que con este tipo de axiomas suele ponerse un tanto escéptica al tiempo que afila el pronto felino para el debate, reconoce su total incapacidad para negar que Casablanca, el clásico de Michael Curtiz, tiene la magia de lo inmutable, de lo que trasciende.
Esa química mística no se debe a un único elemento: Ni el ebrio lloriqueo de Bogart, ni el coqueteo innato de Bergman con la cámara, ni el exotismo de Marruecos, ni el Rick´s, ni el Loro Azul, ni el salvoconducto hacia el adulterio, constituirían tal éxito por sí solos... Encima, para delicia de los espectadores, gozamos de un elemento más que glorifica ese conjunto de gracias que el filme recoge: Sam, es decir, Dooley Wilson, el piano, As time goes by... Nada importa que, en realidad, además de cantar, Dooley Wilson sólo supiese tocar la batería y únicamente tuviese capacidad para amagar ante las teclas del piano cuando el personaje de Bergman le suplicaba "Play one, Sam". Lo importante era estremecerse con ese amor ahogado entre las notas de una melodía que hablaba de otro tiempo... lejano y, por tanto, anhelado.
El As time goes by que a continuación se muestra, es una magnífica versión de Natalie Cole. El adjetivo se lo coloco por méritos: les aseguro que a esta Trilby le cuesta muchísimo renunciar a los originales. Pero, sin olvidar a aquellas voces de la película, Natalie Cole recobra aquel espíritu del París olvidado, lo funde con el jazz y su voz de algodón... y el tiempo pasa... y un "kiss" es sólo un beso... o quizás no...


miércoles, 24 de junio de 2009

Una de síndrome de Stendhal. La mordaza a Manet

Muchas veces he sentido una catarsis emocional ante la belleza, en demasiadas ocasiones me ha dado vértigo la presencia inmutable de una obra pictórica que frente a mis ojos, se burla de mi flaqueza. Su armonía impertérrita, sus siglos de historia frente a mi puñado de años vividos, me reducen a ceniza.
Yo no quise confesarlo cuando mi acompañante, en aquella primera visita al Museo Nacional del Prado, me veía algo acomplejada y acobardada frente a los brochazos que centenares de años antes había dado el mismísimo Goya en aquellos lienzos. Cómo admitir, además, que soy tan vulnerable que tampoco concebía ante mis ojos el autorretrato de Velázquez, condenado a pintar eternamente a la familia real desde el fondo de la habitación mientras ve al espectador que transcurre por el habitáculo sin percatarse de que aquel rostro del pintor jamás envejecerá. Por no hablar de mi delirio, en aquel cubículo dedicado a El Greco, con sus confusas proporciones, con ese estiramiento de los rostros que parecen prolongarse de pura languidez entre entierros y caballeros con la mano en el pecho. Nadie me explicó que me asedió el síndrome de Stendhal que, como el escritor que da nombre a la enfermedad, padecí ese devaneo delirante al caminar por la calle tras una indigestión de Arte mayúscula. Ansiedad, lo llamarían algunos, pero no fue el estrés el que produjo aquel vuelco de los sentidos. Fue más bien la hermosura, ver que cobraban vida aquellos recuadros que en los libros de texto de la escuela servían de víctimas del bolígrafo en las horas de aburrimiento: Ahora le hago un vestido a la maja, ahora dibujo un mostacho sobre la Gioconda -garabateaba, inocente de mí, sin darme cuenta del maremágnum que me invadiría al contemplar en vivo ese choque de líneas en movimiento, ese batir de los colores, esos puntos de fuga por los que uno desearía hacerse inmortal, infinito. Juro que esa recreación de los volúmenes, del espacio, el aire mismo contenido en los cuadros me hizo creer, al menos por un instante, que la única imagen bidimensional y plana era yo. Lo dicho: Zozobra entre mis carnes y los ojos ciegos, empachados de tanta belleza. No miento. Seré una loca afligida, pero comparto con Stendhal aquel verter el alma en cada paso. Abrumada, confusa...


La traición francesa y la censura a Manet
Permitidme, pues, que me confiese cobarde. Irremediablemente cobarde. Espío tras el papel lo que mis ojos no pueden asimilar ante ellos. Busco el rival de mi tamaño y huyo de los colosales lienzos colgados en las pinacotecas para rastrearlos silenciosa y achantada por las páginas perfumadas de un libro de arte. Admito que me siento más segura, menos intimidada, como si fuese una lucha de igual a igual. Así me topé con La ejecución de Maximiliano de México, de Edouard Manet, una obra de 1868.

Las observaciones y curiosidades que se suceden en estas líneas no han nacido, evidentemente, por ciencia infusa en la cabeza de esta humilde espectadora poseída por Stendhal que jamás cursó una asignatura de Historia del Arte. El concienzudo análisis de los matices de esta obra pertenece a Rainer Hagen, autor de los libros Los Secretos de las obras de arte, dos agradables tomos recogidos por la editorial Taschen. En un simple vistazo, es evidente el parecido de la obra que nos ocupa con Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, cuadro que, por cierto, siempre ha despertado en mí confusiones y perturbaciones varias. Así que, cuando me topé con este Manet reivindicador que no había conocido hasta entonces, es evidente que me entró una especie de flechazo patrio y el recuerdo de Goya flotaba en la atmósofera del propio cuadro. Averigüé después que la similitud de la composición no es baladí, como señalan Rainer Hagen “las correspondencias temáticas en ambas pinturas no carecen de ironía: los patriotas revolucionarios son las víctimas en el caso de Goya y los verdugos en el de Manet, pero siempre participan los invasores franceses y en ambos cuadros el responsable es un Napoleón.” Por ello, con la sorna y la estilosa capacidad que sólo puede poner un artista como Manet, los rasgos del ejecutor de Maximiliano [en la parte derecha] están pintados emulando el rostro del propio Napoleón III (perilla, nariz afilada...) apodado “el pequeño” por sus detractores, un remoquete con el que intentaban ningunear la ambición desmedida del ególatra emperador y sus anhelos dominadores, reflejados, entre otras acciones, en su ascensión al trono a través de un golpe de estado y su autoproclamación como emperador francés. Observando la actualidad, parece que el complejo de "enanos" persigue a los políticos galos tanto como su desmedida ambición y sus delirios de grandeza. Que se lo pregunten si no al "mico Sarkozy" que intenta resolver sus problemas de estatura con una Bruni que le de sombra a sus rivales, cuñas en los zapatos y parafernalias en Versalles

Puntos suspensivos a parte, en el cuadro, el personaje-ejecutor de gorra roja al que nos referimos se mantiene con un toque de caballero impasible al sonido de los disparos que están acabando con la vida de los generales conservadores Miguel Miramón y Tomás Mejía. Parece abstraído mientras prepara la carga que aniquilará al emperador Maximiliano, el personaje que ocupa el centro de los tres condenados. Puede que Manet nos hablase de la impasividad del propio emperador Napoleón III, traicionero, vil, embustero... digno de todos los adjetivos peyorativos que definen a un malhechor estereotipado. No es para menos: Manet pretendía reflejar que la muerte de Maximiliano, sin duda, reflejaba la inacción del propio pueblo francés y el lacónico y principal mensaje del cuadro “Francia es la que ejecuta a Maximiliano”.

Quizás por este sucinto pero claro y provocador mensaje Manet falleció sin que su cuadro pasase jamás la censura, con recomendaciones más o menos amables en las que se destacaba la excelencia pictórica de la obra al tiempo que se resaltaba la inconveniencia de la exhibición de un cuadro de estas caracterísitcas subversivas en los convulsos años de la Francia imperial. Su propio amigo Emile Zola comentaba que “se comprende el espanto y la irritación de los censores (…) Un artista ha osado presentarles una ironía tan cruel: Francia fusilando a Maximiliano”.
Probablemente Manet hubiese hecho más sencilla la publicación de esta obra si mantuviese, como en las pruebas iniciales, los trajes mejicanos en los verdugos. Porque la clave de este cuadro versa precisamente en los uniformes de los ejecutores, aparente incongruencia que denuncia la traición del pueblo francés al emperador Maximiliano. Un drama que copó las páginas de los periódicos europeos y que culminó aquel 19 de junio de 1867 cuando un pelotón de ejecución republicano fusiló en la ciudad de Querétaro al archiduque austriaco y a dos de sus generales. La explicación a la denuncia del embuste napoleónico y su salida de México haciendo gala de sus despedidas a la francesa hay que buscarla en la historia. Maximiliano había sido emperador de los mexicanos durante tres años, gracias al apoyo convenenciero de Napoleón III (quien le ofreció como escudo las tropas francesas desplegadas en México) y a una minoría conservadora. La figura del emperador Maximiliano, de un talante más liberal de lo que sus partidarios estaban dispuestos a asimilar en sus encorsetadas mentes, junto a la ascensión a la presidencia del reformador Benito Juárez y el siempre triunfal apoyo de los Estados Unidos, crearon un vacío de poder que remató con la abdicación forzada del emperador austríaco y su posterior ejecución. A Napoleón III, interesado en la riqueza de México y en cotejar enclaves estratégicos, le pudo la presión de las relaciones internacionales y su endeble protección a Maximiliano se esfumó en cuanto fue necesario reclamar la vuelta del ejército galo para proteger el Rhin de la latente amenaza de Prusia. No hubo suerte para el que había enriquecido sus cimientos con el aliento de un puñado de aprovechados y Maximiliano, conservando una honestidad digna de elogio (y por otro lado absurda, por sus consecuencias) se negó a huir con las tropas francesas y asumió su papel de Jesucristo ya que, como aquel, se sintió “traicionado, engañado y despojado”.

Precisamente, Rainer Hagen recuerda que Manet comentó en alguna ocasión su atracción por la figura de Cristo en la Cruz “¡Qué símbolo! La imagen del dolor” y sus ganas de pintar algún día tan profusa estampa. Puede que en cierto sentido se quitase la espinita cuando falseó deliberadamente la sangre en las manos de Maximiliano y uno de los generales ejecutados junto a él: “la mano izquierda, agarrada a la de Miramón, presenta rastros de sangre, aunque las balas acaban de salir por el cañón de los fusiles. Un detalle que no es realista y pretende recordar las heridas de Cristo, los estigmas en las representaciones tradicionales de la crucifixión”. El propio sombrero que corona la cabeza de Maximiliano emula la propia corona de espinas bíblica e irradia la luz de una aureola santificada.



Por si fuera poco, uno de los detalles más horribles es la masa de espectadores sobre el muro. Si en el cuadro de Goya espanta el fondo ocupado por un grupo de personas que espera su ejecución mientras contemplan el asesinato de sus compatriotas, en el cuadro de Manet, la estancia grotesca la ocupa la gente que en el muro contempla la algarabía mortal como si asistiesen a una corrida de toros. Observan, azuzan, vitorean excitados el olor de la carne chamuscada.

Dicen que la fotografía es el anclaje de la memoria... obras como La ejecución de Maximiliano de México alivian la frustración de lo injusto, de lo silenciado y aupan una denuncia, un quejido que ni el recuerdo ni la historia pueden llegar a enmendar.

miércoles, 17 de junio de 2009

Caperucita en Manhattan

Nunca he sido fan de esa niña repelente y un tanto respingona que recorría los bosques enfundada en su echarpe rojizo. Desde que era una renacuaja y vestía aquellos nauseabundos pantalones bombacho -que ahora no llegarían a cubrirme con decencia ni una minúscula porción de mis piernas- veía a Caperucita como una niña afectada de un buenismo casi estúpido y toda la ingenuidad que destilaba me encrespaba los que entonces eran mis ondulados cabellos dorados.

Debo reconocer, para aullido del público adulto, que la picardía del lobo llegaba a resultarme mucho más simpática. Positiva imagen que, sin duda, se vio favorecida porque el manjar navideño que más dientes se cobró en mi infancia era el propio turrón homónimo, con la estampa de aquel lupus refinado y exquisito que siempre asocié con el cuento, ya que, para mi conciencia de niña, si bien no era el protagonista debía de ser un pariente lejano.

En cualquier caso, para disertación y análisis de los sesudos psicoanalistas, he de confesar en estas líneas que siempre he guardado cierta empatía con los malos de los dibujos: era el minino Tom, y no Jerry, el que colmaba de ternura mi corazoncito de niña. Aquel ratón espabilado, siempre me pareció demasiado resabidillo y vacilón frente a la torpe maldad del gato y su soterrada bondad que siempre afloraba para conmutar la muerte del escurridizo roedor. También era más forofa del Coyote que del Correcaminos, pajarraco fugaz que me parecía falto de cualquier ingenio. Y, por supuesto, anhelaba la llegada del capítulo en el que mi adorado y "liiiiindo" Silvestre se zampase al fin a aquel chirriante y peliagudo pajarito amarillo...

Pero obviando mis preferencias por los malhechores, parece claro que los cuentos, especialmente los infantiles, nunca han sido una bagatela y mucho menos un simple instrumento amenizador. Siempre se esconde un aire doctrinal tras ellos, las palabras desembocan irremediablemente en esas horrorosas lecciones morales, en una pátina dogmática e incuestionable propia de sociedades civilizadas que, por ende, están conformadas por personitas cívicas... Personitas que deben oír las moralejas de los cuentos y que tienen que sentir reprimidas y sin posibilidad de zafarse del nudo de gordiano social, toda su espontaneidad y libertad.

Es por todo esto por lo que Caperucita es un ejemplo claro de lo que es insuflar el temor en los niños. Volvernos seres medrentos y desconfiados. Se da en este caso el agravante de la condición femenina: pureza e inocencia se juegan en un aparente paseíto por el bosque. Más o menos eso debió querer enseñar Perrault a sus hijos cuando publicó en 1697 Historia y cuentos del tiempo pasado. Cuentos de la Madre Oca. Su versión bobalicona de la niña Caperucita y las nefastas consecuencias de la desatención al consejo de su sabia madre (un clásico reconvertido al tradicional "no hables con extraños"), desatan la catástrofe y el melodrama familiar: el lobo acabará por padecer una indigestión por haber engullido a la abuela y a su nieta en el mismo día.

La revisión de los Hermanos Grimm ya en el siglo XIX, afectados quizás por el aliento romántico, decide esquivar la tragedia e interponen la figura del héroe-cazador que salva de la desgracia a la anciana convaleciente y a la niña alelada. María del Carmen Ponz Guillén realiza estas y otras observaciones sobre las versiones del clásico de Caperucita "La de Perrault es víctima de la maldad. Para una sociedad gobernada por un rey absoluto (Luís XIV), las buenas normas deben ser siempre respetadas, de lo contrario puede caerse en poder de malvados que atropellan la inocencia. La de los hermanos Grimm se salvará gracias a un nuevo concepto: el de la solidaridad. Gracias a él, un cazador valiente y compasivo vencerá al lobo y evitará la catástrofe." Este astuto análisis de Ponz Guillén se desgrana en su invitación a la lectura de Caperucita en Manhattan, un mágico libro de la salmantina Carmen Martín Gaite.
Esta revisada versión inmersa en el frenetismo de los 90 ha conseguido conquistar mi corazoncito infantil, aunque externamente ya no me acompañe precisamente una imagen aniñada... Algún crítico con pocas luces podría acusar a la autora de falta de originalidad por recurrir al tópico, pero lo fabuloso es que Martín Gaite desborda fantasía y reinventa a Caperucita. Otorga un giro copernicano al relato, ya que la extracción de la caperuzona de los cuentos clásicos no se hace depositando en las tumultuosas calles del Manhattana de finales del siglo XX a una niñata cándida y voluntariosa como si fuese un ridículo anacronismo. Al contrario, Caperucita se convierte en Sara, la niña que yo fui, la que todos somos y en la que cualquier generación se podrá reconocer. Caperucita-Sara se encuentra, como en el cuento de Perrault, en medio de un camino, pero en esta ocasión trashuma en busca de esa escurridiza palabra que es la libertad.
Caperucita en Manhattan conserva también otros personajes esenciales en la trama de los cuentos tradicionales, sólo que en el relato de Martín Gaite han sufrido una adaptación hiperbólica y desternillante: la abuela, Rebeca, es una estrella de Broadway jubilada que vive con su último novio, Aurelio Roncali, un librero lleno de fantasía. Conforman a unos extraños adultos que dan la espalda a lo que la rectitud de otros impone y, Sara los sitúa "en un mundo habitado por lobos que hablan, niños que no quieren crecer, liebres con chaleco y reloj, y náufragos que aprenden soledad y paciencia en una isla". Además, el feroz lobo se convierte en Mister Edgar Woolf, dueño y señor de un imperio económico; y el cazador desaparece sustituído por Miss Lunatic, una mujer sibilina que habita en la Estatua de la Libertad y que roza lo espectral y mágico de las hadas.


Todo un sinfín de personajes confabulando para que Sara encuentre referentes y, también obstáculos en su camino hacia la autonomía. Una angosta vereda hacia su independencia que se ganará sin el disparo del cazador, utilizando como única arma el lenguaje y los libros. Tales serán las artimañas en pro de su anhelo libertario que Sara se inventará las "farfanías", un idioma propio, palabras cuyo significado sólo está en su conocimiento. "Miranfú" (que significa sorpresa o advenimiento de algo inesperado) será una de sus preferidas a lo largo del relato, que a la izquierda de estas líneas aparece reflejada en uno de los dibujos hechos por la propia Martín Gaite (incluídos en las páginas de la edición de Siruela.)

Caperucita en Manhattan es un canto a la libertad y una llamada a la subversión infantil, un rebelarse contra la cursilería de todos los dulcificados personajes de factoría, mandar al traste (y sé que voy a herir sensibilidades) a las Sirenitas, a las Heidis y a los Marcos... porque los llamados "valores educativos" deben despertarse dentro de los niños por descubrimiento propio y jamás podrán ser inculcados, ni pegados sobre sus frentes como pegatinas.


Los niños, esos locos bajitos de Serrat, nos enseñan demasiado como para contaminarlos con milongas que, por fortuna, ya ni siquiera están dispuestos a creer. Ese escuadrón de renacuajos que se desliza a la Tierra para hacerla tambalear con su peculiar forma de conquistar este mundo que los adultos pisamos primero y convertirlo en algo nuevo es digna de elogio... consiguen hacer virgen la tierra hollada y crear emoción donde antes sólo había monotonía y automatismo. Los niños son los grandes maestros de este planeta en el que los gnomos ignorantes y faltos de doctrina somos los adultos en nuestro afán de enclaustrarlos en Los mundos de Yupi.


La (buena) literatura infantil y juvenil no es algo trivial, ni se debe perder nunca de ojo, por muchas líneas que ahora rodeen el contorno de nuestra mirada. Porque no son los libros los que caducan sino la inocencia con la que nos acercamos a ellos. El contenido de sus páginas sigue despertando algo de nuestra inseguridad adolescente, la remanente puerilidad y la mácula de niños que jamás debiéramos aniquilar porque con ella perderíamos esa locura, esas ganas de acercarse al mundo cargados de preguntas, con las botas de exploradores y la capa de superhéroes dispuestos a desmoronar la montaña de la Verdad establecida. Sé que debería cerrar estas letras con un colorín colorado, pero prefiero despedirme del lector deseándole que su vida sea para siempre un constante y agradable miranfú...

sábado, 13 de junio de 2009

República literaria

Sonaban flautas de retiro, cornetas de muerte bloggueriana y cuervos volando alrededor del sepelio de esta Trilby, con flores en sus picos y plumas negras en sus alas. Se presagiaba el final de este espacio, para alivio de muchos y protesta de otros –los menos-. Siento decirles a todos que yo, como aquel, no me he ido, sólo buscaba el momento adecuado para volver. Y quizás el momento oportuno, tras estos días de ausencia, haya sido precipitado por la frescura de una novela que, por divertida, enredó mi despiste en sus más colosales formas hasta casi provocarme la pérdida irremediable de un billete de autobús con destino a mi particular Nunca Jamás.

Una lectora nada común de Alan Bennett es la excusa perfecta para vislumbrar la fábula encandiladora de los cuentos orales trasladada a las páginas de la narrativa moderna. El autor británico concilia en este relato la fantasía de un niño con el sarcasmo de un adulto revenido y lo hace imaginando cómo tambalearía la Corona Inglesa, cómo se resentiría esa aparente rigidez, si la reina Isabel II fuese de pronto poseída por la pasión literaria.
Un libro divertido y mordaz, tan ligero y fresco que hipnotiza al lector. Porque no es sólo una historia ajena a las emociones del que lee, en cada página se reconocen en el personaje los mismos achaques que todos podemos alcanzar en un fluir de la empatía lectora, redescubriendo a través de esa reina de talante algo tosco y rictus impenetrable, cómo se vive la pulsión libresca: Una suma de despreocupaciones y desfachateces, el fingirse de pronto poseído por una enfermedad que nos inhabilita para hacer cualquier cosa que no sea reposar en el colchón acompañados de un libro; ese desatender cualquier obligación, porque leer es dejarse arrastrar al extrarradio, a la locura. Es una enajenación que consume al lector en su intento por remachar una línea del texto con otra, sin que apenas perciba que la ceniza del cigarro reposa fuera del cenicero (o sobre uno mismo). Es dejar que, según la estación del año que nos aclimate, al café le salga escarcha; o bien se esfume frente a nuestras inquietas manos, inquietas y torpes extremidades que en su tanteo sobre la mesa no atinan a encontrar el vaso de cafeína porque los ojos no han conseguido despegarse del libro que lees.
Por la parte de atrás, donde crece la sombra, la lectura también es una invasión repentina de la frustración: saber que el golpe seco de la realidad no nos permitirá hacer lo que anhelamos, esto es, hilvanar un día con otro teniendo como única continuidad la historia de una novela. Es, por seguir con la jerga costurera, desear enhebrar nuestro espíritu por el agujerito de sus páginas sin percibir que el sol vuelve a ponerse un día más por Antequera... Y que luego aparezca la Luna e intente seducirnos para que nos rindamos a la persuasión de su cántico somnoliento y burlarnos de su belleza todavía sobrecogidos, todavía dependientes de esa maldita suma de páginas que no deja de atraernos en su transcurrir de letras.
Leer es abstraerse del mundo y a la vez sentirse más cerca de él. Despertar una locura interior que paradójicamente es sosegada y desquiciante. Perturbadora y a la vez tranquilizante.
Puede que uno de los elementos más bellos del relato sea ver que la reina se convierte de pronto en una princesa enana, en una niña que no es cándida y complaciente, sino díscola, poseída por la curiosidad. No desea un final con perdices, ni flores, ni halagos gratuitos. Sólo respuestas a su continuo flujo de preguntas, a sus insaciables ansias por recuperar el tiempo perdido. Porque la lectura, al descubrirla, nos hace sentir también cierta desazón, como si fuésemos pequeños sísifos, intentando subir la montaña portando la piedra de la ignorancia, conscientes de que nunca alcanzaremos su cima, ni podremos verla siquiera, porque la literatura es inarbarcable e inalcanzable.
“Creo que leo porque tenemos el deber de descubrir cómo es la gente” reflexiona la reina para perturbación de su ayudante, Sir Kevin, el antagonista frecuente en cualquier relato y que en éste caso sólo podría venir encarnado por un pseudo-intelectual, reducido a la estrechez del academicismo y la compostura. Un tipejo odioso que se empeña en separar a la lectora amateur de su recién estrenado vicio, emperrado en desenterrar prejuicios sobre la lectura y recordar a la reina que la ocupa una actividad egoísta y poco apropiada a su condición. El inamovible "malo-malísimo" se niega a aceptar la empatía que el personaje de Isabel II comienza a desplegar, es más, empieza a parecerle ridículo que ni siquiera la instrumentalice y la haga pública, en un alarde propagandístico barriobajero que la reina no está dispuesta a admitir.
“El atractivo [de los libros] está en su indiferencia: había algo inaplazable en la literatura. A los libros no les importaba quién los leía ni si alguien los leía. Todos los lectores eran iguales, ella incluida. La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república (…) los libros no se sometían.” Efectivamente, los libros, con su rebeldía innata empiezan a descubrir en la reina la estupidez de sus actos, empiezan a poner en tela de juicio la importancia de entregar premios a literatos sin conocer sus obras, sin poder conversar con ellos sobre sus escritos. Comienza a cuestionarse su propio sentido del deber y la institución que preside comienza a ruborizarse con sus nuevos pensamientos, que cuestionan su propia educación regia. “Aleccionar no es leer. De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema, la lectura lo abre.” La Reina nos hace pensar, quizás en que esta reflexión del personaje merezca comenzar a escribir su nombre con mayúsculas y, también, nos sugiera un ligero pero importante cambio que deberíamos trasladar a la escuela: en lugar de que las aulas parezcan cuarteles de instrucción deberían estar habitadas por estanterías colmadas de libros y, sobre ellos, un gigantesco cartel donde se inscriba la atractiva palabra “prohibidos” para que todos los pequeños se viesen tentados y no pudiesen evitar acercarse a leer.
Alan Bennett consigue una conjunción entre osadía y subversión que se rifa con el humor la extensión de los diálogos, espontáneos, sencillos y a la par irónicos y cargados de dobles sentidos. Un estilo que recuerda en mucho al de Woody Allen en sus películas y que Bennett traslada a la literatura empleando las letras con esa simpleza mordaz a la que obligan los textos audiovisuales. Quizás por aquello de que el propio autor británico trabajó en televisión, su narración no se desprende de los dictámenes del lenguaje audiovisual y utiliza, de modo certero, concreto y eficaz las palabras justas de la forma adecuada para despertar un cosquilleo irreprimible en la comisura de nuestros labios. “Supongo –piensa la Reina- que una de las pocas cosas que podemos decir es que hemos llegado a una edad en la que podemos morirnos sin que nadie se sorprenda.”

Para acabar de zurcir una obra de ingenio, tan torpes como “Pierre Nodoyuna” en su obsesión por ganar alguna de las innumerables carreras disputadas en Los autos locos, los malvados asesores regios pergeñan un grotesco y maléfico plan que resolverá la novela con un final, sorprendente, gracioso y valiente que saboteará las fechorías pretendidas por los consejeros reales.
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En una última nota, pasado el abatimiento inicial de estos días, y ya vencida (más bien capoteada) esa congoja y compungimiento sentimentaloides, he rescatado la escasa serenidad que todavía conservo en mi trastero y resuelvo en este final mi más sincero agradecimiento hacia una de esas personas que en un alarde de altruismo literario ha intentado orientar mi tendencia hacia los libros y mi gusto pelín hortera. Por todo y, en este caso, por descubrirme, al izar el telón de la biblioteca, un escrito como Alan Bennett y un librito tan inocente (va con retranca) y encantador como Una lectora común... ¡graciñas!
Y ¡ah! –exclamo al firmar una posdata aclaratoria que no quiero que se me olvide-. Solicitaría a mis camaradas que no se me atrincheren ya que, por dulce e ingenuo que sea el personaje que se nos presenta, por tediosas y compasivas que sean sus obligaciones, por empática que me haga con el trajín regio, por palabras de admiración y consuelo que, imbuída por la lectura de Bennett, dedique a lo largo de este texto al personaje real, tranquilos todos –esta es una nota de advertencia- y aprovecho, como el autor, para poner cierta sorna en los salones de guirnaldas y de rúbricas coronarias. No quiero dejar de confesarles, camaradas pasionarios, que no cabe preocupación alguna tras haberme leído así de complaciente respecto a este tema tan escabroso para ciertas sensibilidades (especialmente la mía), ya que esta Trilby sigue vislumbrando en sus ensoñaciones pendones de color morado ondeando en la torre del Palacio Real… ;)