lunes, 30 de marzo de 2009

EL MARCA PÁGINAS. Elegía al kantiano ignorado.



Rebasados los límites de más de dos siglos, que ya son bastantes arenas escurridas en el reloj del tiempo, acompleja divagar sobre la frustración que sentiría Immanuel Kant, viendo que los lectores de hoy en día, al revisar su opúsculo La Paz Perpetua, publicado en 1795, son asediados por un melancólico sentimiento de impotencia. La vigencia de sus reflexiones, en su escorzo más negativo, nos coloca entre la espada del asombro y la pared de la indignación. La incapacidad de la Humanidad para seguir los postulados del pacifismo, en este tiempo en el que se han conquistado derechos por doquier, en el que izamos el sentido de lo justo y el respeto como iconos casi mercantilizados, de nuestra cultura occidental; no permite mayor desasosiego que el mencionado.
Todavía no hemos alcanzado esa paz perpetua que un genio nacido en Königsberg (Kaliningrado, Rusia), pueblo del que jamás se distanció más allá de 150 kilómetros en toda su vida, fue capaz de dilucidar para garantizar la armonía en aquel mundo sombrío que se extendía más allá de los muros de su curiosidad.
En la línea de la escuela del contrato social y de las teorías voluntaristas, con esa visión lúgubre y caótica del estado de naturaleza entre los hombres, continuadora del sendero hobbesiano, Kant veía la paz como una conquista de la voluntad consciente, es decir, que presuponía que de igual modo que las naciones habían llegado a constituirse como estados civilizados, hermanando proximidades y refutando la discrepancia, confiaba en que el siguiente paso evolutivo sería la consecución de una alianza perpetua y armoniosa entre las naciones, a través de una federación de Estados iguales.
En su opúsculo, la mayor fuerza argumentativa y la estructura del corpus teórico kantiano sobre la paz, recae en una tríada de artículos fundamentales aunque, el mayor derroche de talento intuitivo y donde más diáfanos se me presentan los axiomas, es en el apartado preliminar. Podría decirse que la capacidad observadora de Kant intuyó hace más de doscientos años una serie de comportamientos entre las naciones que no sólo eran totalmente ineficaces sino que, además, eran potenciales catalizadores para la conflagración. La brillantez de la argumentación kantiana reside en su capacidad diseccionadora, hábil para deshilachar y reconocer los nervios del conflicto. Asume como necesarias, entre otras cosas, la desaparición progresiva de los ejércitos permanentes o la invalidación de los acuerdos que se rubrican con reserva de intereses, por no hablar de las relaciones de compra, donación, deuda o permuta entre los estados, que vendría a predecir la actual situación en los que, eufemísticamente, hemos llamado países en vía de desarrollo, en muchos de los cuales se sufren precisamente las consecuencias de los asedios y las políticas de préstamo que sólo consiguen acrecentar su deuda externa.
Para rematar de palidecer la candidez del más escéptico, Kant arroya con frases categóricas que, en nuestros días, se alejan de las simples advertencias y las elucubraciones que puedan contener una simple "cláusula salvatoria" como él mismo advertía en su prólogo. Colándose en nuestro calendario, Kant resume en 70 páginas, no sólo un manual para la paz, sino todo un "calendario zaragozano", en el que las predicciones no son agrarias, pero sí son detalladas descripciones de las debilidades por las que se desangraría la esperanza de su ideal pacifista. De las alianzas movidas por los intereses propios "se sigue una guerra de exterminio, en la que puede producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cementerio de la especie humana.”. No sabía Kant que lo peor de la Historia Universal todavía estaba por escribirse. Y su opúsculo se ahogaría en pretensiones vacías. Porque mientras existan ciertos pudores y reservas egoístas en el ejercicio de las relaciones internacionales, mientras queden cuerpos militares preparados para la guerra, habrá siempre una disposición a actuar. Por eso, los acuerdos y tratados actuales se acumulan como propósitos el día de Año Nuevo, que si Kioto, que si Objetivos del Milenio, sin que las intenciones atraviesen jamás la barrera de la realidad. Parece que no distan en demasía de un mero pasatiempo, un recreo jocoso a la espera del próximo levantamiento, de la siguiente traición. Y que me disculpen las cumbres y las uniones de naciones porque reconozco que este asunto me clava hondamente una escarpia nihilista. Kant nos dejó un legado en sus palabras movido por el único interés de alcanzar ésa paz plena. Pero las alianzas internacionales hieden a comercio, a globalización económica y a intereses estratégicos. ¿Cabe duda alguna de que la paz tiene un precio? ¿Acaso estaría la humanidad dispuesta a sosegar las iras, a quebrar los rifles, a repartir de forma equitativa, a domar las ansias, a fusilar el rencor acumulado, por la paz? Y, sobre todo, ¿destruiríamos las ínfulas doradas de la dominación y del negocio? ¿Renunciarían los países a la absurda conquista de la élite rectora, a la acumulación de “ges” insensatas? A vueltas por tener una silla, unos y otros, coleccionan fama y méritos económicos, como si fuesen locos numismáticos, queriendo estar entre el top 20 o (mejor aún) entre los 7 punteros, como si el mundo entero se pudiese reducir a un puñado de países y todos los demás careciesen de relevancia. No hay ímpetus pacifistas en nada de eso. El único afán es pertenecer a esa cúpula de reyes de la dominación. Podríamos pedirles, creo que no sería excesivo, que al menos se ahorrasen el cinismo de presentarnos el mundo en sus asedios, como si fuese la única manera de convivir entre la tierra y la estratosfera.
Por todo lo dicho, este texto es una elegía, sí, que se llora por la pérdida del Kant pacifista, el ignorado. Aquel pensamiento lúcido, podrido entre los flecos del tiempo por pura vanidad imperialista, obviado por cuantos van furibundos persiguiendo el poder. Vilipendiado, agonizante, esquelético, apenas una tibia luz de aquel arrojo inspirador que fue la obra de Kant hubiese esquivado el cataclismo emocional, hubiese enterrado las prevenciones y violaciones por las que hoy se disparan las balas. Todo se nos confunde como palabras homófonas en un día de nieblas y lluvia. Ahora, yo, una Trilby angustiada, leo La Paz Perpetua y reposo algo más serena, porque me demuestra que la idea de plenitud pacifista no es un ideal vacío, ni una utopía colmada de conceptos intangibles. Ni siquiera es sólo esa inscripción satírica que, escrita en el rótulo de una posada holandesa en el que estaba dibujado un cementerio, inspiró a Kant el título de esta obra. Ahora compruebo que un opúsculo nos apunta incansable, desde sus páginas amarillentas, el camino escarpado por el que echarse a andar siguiendo el rastro de la paz.
Por eso prefiero suponer que el fallecimiento de Kant no fue inútil y, allí en su silencio de cenizas, retoza alegre con su paz perpetua, ajeno, para su suerte, a los vituperios y tempestades del egoísmo que ahora nos propinamos en forma de puñetazos, como si fuésemos duchos púgiles haciendo carrera hacia el Cinturón de Oro. De no ser así, de no estar sometido a ese grado absoluto de inconsciencia, Kant se revolvería en su cadáver viendo cómo el futuro y la paz se han convertido en ese noúmeno inalcanzable que tanto discurrió entre sus neuronas filosóficas, en ese objeto (sueño para muchos) que es, cuanto más conocido y más deseado, cada vez más extraño, cada vez más alejado de la intuición, de lo asequible y, desgraciadamente, cada vez más inexorablemente inalcanzable.

domingo, 29 de marzo de 2009

De lo fugaz que, sólo a veces, es eterno

Hete aquí que una se sienta como impregnada de aquel brillo fulgurante en cada palabra leída. Hete aquí que una se presente en sus opiniones con ínfulas de llevar al mismo Larra imbricado entre las fibras del verbo que ahora exhala. Es difícil contemplar el sol y que la remanencia de su centelleo no te acompañe durante varios minutos. Del mismo modo, no se puede leer a Don Mariano José de Larra sin sentir que algo dentro de uno mismo sigue palpitando emocionado.
Es extraño como a fuerza de repetir el reconocimiento de los méritos parecen desgastarse. Pero no es éste el caso de Fígaro. Es imposible que no despierte la mueca de perplejidad más sincera en el lector actual al observar la indudable contemporaneidad de sus textos. Pero no se trata sólo de un atino fulgurante en temas que, inexplicablemente siguen formando parte de la cotidianeidad de este país. En mi opinión el costumbrismo “larriano”, el descaro que aviva cada palabra que escribe, su desarraigo y esa, si se me permite, bofetada que propina en cada cariz del orgullo nacional, hacen de Larra más un visionario que un simple doctor capaz de diagnosticar las patologías de la sociedad española. Y digo esto porque en sus textos se pueden apreciar aspectos que en su época ni siquiera estaban cerca de ser descubiertos. La propia idea de disgregar la masa y no considerarla un ente uniforme, esa reflexión fundamental de la que se valen hoy día los publicistas para dirigirse a sus famosos “target”, ya la evocaba Larra en artículos como ¿Quién es el público y dónde se encuentra?, un texto que bajo mi punto de vista no sólo busca el eco de reciprocidad del trabajo periodístico, sino que también aborda la problemática de entender el concepto de “público” como una muchedumbre sin disonantes, en la que el conjunto es un todo que actúa en una sola dirección. “No existe un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aún heterogéneos se compone la fisonomía monstruoso de lo que llamamos público”. Y esto mismo que una profesora entregada al marketing y a los mensajes publicitarios me explicaba como la panacea de los descubrimientos para el efectivo desarrollo de la publicidad en una sociedad que varía y no es sólo masa, resulta que ya estaba siendo apuntado por Larra allá por 1832. Simplemente, alucinante. Y los ejemplos pueden extenderse durante folios y folios amontonándose sin horizonte: el problema de una moralidad eclesiástica rígida, la rebelión de las mujeres contra los yugos sociales, la radicalización de España en infinidad de extremos que tensionaban y, todavía, coletean entre los problemas de nuestros coetáneos. “La sociedad es, pues, un cambio mutuo de prejuicios recíprocos”, concluía en La Revista Española. Y en el momento en que la mente de esta Trilby sea capaz de arrojar la cuarta parte de esta clarividencia, entonces; sólo entonces, podremos decepcionarnos con Larra o, cuando menos, cesar el entusiasmo con el que ahora lo acicalamos.
Su sensibilidad extrema no estaba reñida con el hecho de que, también en el fondo, fuese un tanto antisocial y huraño, paternalista y perpetuamente juicioso con los demás. Sin embargo, cualquier falta está eclipsada por sus vivos diálogos, por su humor mordaz que transporta irrefutablemente a una reflexión crítica, alejada de la simple carcajada que guardan sus textos en una lectura superficial. Algo fabuloso en Larra es que escribiendo para su siglo trascendió a la Historia. Se escurrió por una suerte de fisura de la genialidad y cayó, paradójico y, puede que por primera vez comprendido, en las manos de generaciones posteriores, que sedientas de inspiración, con las legañas en los ojos y las neblinas del disparate entre los sesos, no conseguían medrar hasta tan altas miras como llegó a alcanzar don Mariano. De Larra, por descontado (no se me vayan a confundir algunos).
Era, pues, algo más que ese humor bravucón e inteligente, más incluso que esa voz socarrona del que sabe y conoce pero finge ignorar. Un humor despierto y sin complejos, cuyo frescor no es caduco ni puede serlo: sobrepasa lo inmediato aunque fuese creado para él. Es, bajo mi punto de vista, su estilo y no los temas que elige con mayor o menor afán de trascendencia, el que le eleva por encima de su época y lo traslada, no sólo a la nuestra, como si fuese un fantasma que aparece invocado por los presentes. Larra es más que eso, supera el concepto de coetáneo y pertenece a todos los tiempos. Aunque quizás suene un poco arriesgado hablar de futuro, tenemos más que pesquisas para demostrar nuestras tesis ¿acaso no se “troncharían” de risa mis sobrinos con sus diálogos? ¿Con esa atmósfera de fábulas sin hadas, con ese estilo de ironía encantada en la que lo inverosímil se describe al detalle, adornado con un lacito de falacias, para finalmente resultar en su conjunto increíblemente real? Larra podría hacernos creer que la Luna se pesca en el fondo de los mares y que de la brisa de una mirada nacen todos los planetas del firmamento y allí, en los océanos podríamos irnos a buscar porque, además de despertar carcajadas, su estilo convence, y capacidades tiene para hacer sembrar la duda hasta en el mismísimo Copérnico.
Intento corregir mi dispersión natural pero es especialmente difícil con un autor de este calibre. Es admirable en tantos aspectos que se escapa de lo abarcable a los sentidos. Leerlo es asistir a una degustación de maestría y elegancia, no falta de compromiso con lo humano, no desvinculado del todo a esa tierra que adora y repudia con la misma facilidad. Consiguió ser ese flautista encantado que ponía los dedos en movimiento y las palabras desfilaban sonoras y brillantes, en su orden justo, con la armonía perfecta. Tanto es así que es fácil que se apodere de nosotros el complejo de insignificantes. Que lo que a una le apetece después de leerlo es recoger los bártulos y extender las ilusiones de adolescente en un solar que no aprovechen otros con tanto esplendor. Es justo añadir, además, que el estilo de Larra, lo acompañó hasta su final: provocado, cargado de toda una simbología y una mística que nunca ocultó tener en sus textos. La esperanza que fueron perdiendo paulatinamente sus textos, se tradujo en la misma desidia vital.
No obstante, no creo que el fallecimiento de Larra forme parte de su obra. Aunque sí parece claro que contribuyó a canonizar su espíritu de entrega y a engrosar los egos de los críticos más románticos. Quizás, si lo pensamos detenidamente, nadie podría imaginarse a James Dean envejecido, lo que le ha hecho pasar a la historia con ese rostro de perpetuo ángel herido. Es más, me resulta difícil resistir la tentación de relacionarlo también con un autor norteamericano y, bastante posterior, que también acabó su vida con un suicidio: J. Kennedy Toole, creador de una de las comedias más fabulosas de la literatura, La conjura de los necios. Y el parentesco lo traigo a colación de que, no hablamos sólo de dos seres atormentados que usan la comedia para desgastar ese peso que asfixia su conciencia. No obstante, aunque los finales parecen iguales, yo veo demasiadas diferencias. Para empezar, Toole, como tantos otros, se suicidó por una súbita conciencia de mediocridad. Es decir, por no ser leído. Sin embargo, la situación de Larra era muy diferente. Y ahora tengo el extraño convencimiento de que la muerte estaba tan dentro de sí mismo como su propio arte. De que sus críticas no eran simplemente entrega a una causa. Se me ocurre decir que quizás era sólo el afán egoísta (aunque no por ello menos meritorio) de querer sentirse más integrado en un mundo del que ya se sentía fuera. Escribir como para integrarse. Criticar como para mejorar el entorno y quizás acercarlo más, mucho más, a ese espacio inaccesible en el que Larra vivía. Pasear hoy por las calles de Madrid, intuir la placa conmemorativa de su desgracia tras las ramas secas de un árbol cualquiera que crece en las aceras de esta ciudad. Pasear por las calles de Madrid e imaginarse al propio Larra antaño, levitando entre las gentes por la calle Santa Clara, sumido en sus reflexiones, quizás afilando esa última palabra que se le quedó enredada en la comisura de los labios. Algo tiene de estremecedor. También algo mágico. Una se pregunta si todavía en el aire, puede hallarse suspendido un pequeño átomo de la genialidad del escritor, que se hubiese desprendido asustado de su propio destino. Sin embargo, quedarse con el final es como negar que hubo también un principio. Quizás le reprocho haber confundido la ilusión incontenible de tener un sueño, poder mejorar algo, con la certeza de alcanzarlo (“una palabra sola es palanca suficiente a levantar la muchedumbre” escribió una vez), los anhelos no son nunca evidencias que nos lleven a ninguna parte. En ocasiones también me pregunto qué sentiría él viéndonos ahora. Una parte de mí (que reconozco no sin cierto pudor ruboroso) quisiese imaginárselo agradecido pero, desengañémonos. Al ver el corro de alumnos en torno a sus textos, estoy casi convencida de que Larra, simplemente, nos consideraría unos auténticos ignorantes, febrilmente poseídos por una pasión inútil y nada racionalista.
Bajo mi punto de vista, no es que los jóvenes de hoy en día leamos a Larra con cada vez mayor entusiasmo porque también nos preocupa la sociedad en la que vivimos. En esto, discrepo ampliamente con el artículo de Fanny Rubio publicado en El País. He de decir que, la emoción que puede despertar Larra entre los estudiantes no es fruto de ese compromiso con la sociedad en la que nos ha tocado vivir y debemos mejorar. Ni mucho menos, teniendo en cuenta, además, que vivimos la mayor parte del tiempo sumidos en una especie de atrofia mental que impera en nuestro derredor. Creo que, al contrario, Larra fue pionero hasta en sus más elementales aspiraciones. Hoy en día, en general, adolecemos del mismo tratamiento aséptico hacia la política y del mismo desencanto hacia la sociedad que despierta decir que uno es joven y, para colmo, periodista, la mezcla es más explosiva que el TNT del Coyote. Uno también siente ser un payaso entre las gentes. En definitiva, creo que a Larra se le reconoce, fundamentalmente y en primer lugar, (lo de más es sólo secundario) porque su maestría es envidiable y se palpa en cada texto. Personalmente, lo admiro, por esa clarividencia y porque cuando leo sus artículos noto que en ellos subyace turbia esa idea de El Conde Lucanor, un Patronio y su ayo. O, más actual: Gala y sus Charlas con Troylo. Son reflexiones que se sangran de lo íntimo, que sólo se pueden contar a un perro enroscado a tus pies o a un criado inventado. Y diría más. Bajo esa pantomima de ironías y colores humorísticos había palpitante un eco intimista, profundo e, inevitablemente apostillando este último adjetivo, de una negrura espesa y perenne como la que Rosalía de Castro destilaba en sus poemas. De lo fugaces que son las palabras, a veces, por majestuosas, se hacen eternas. Y eso es Larra. La decepción que se adhiere a las entrañas, la sonrisa que le baila al lector en los labios. Y si no convenzo a nadie con este panegírico que despertaría la carcajada más sonora del mismísimo Larra, si no he llegado ni a la fibra más superficial de las sensibilidades del que me lee, entonces me encojo en mi orgullo, me decido a acabar con esta farsa y cerrar este texto con un final previsible. Porque ahora mismo lo que me apetece decirle, apreciado lector, es que la pereza me puede y, el espíritu del Vuelva usted mañana se ha apoderado de mi convencimiento. Larra es miel en las bocas que saben reconocer la dulzura.