martes, 30 de agosto de 2011

La desafortunada unión de Dustin Hoffman y Meryl Streep

Kramer contra Kramer (1979) es uno de esos títulos que uno transporta en la memoria a pesar de que los detalles y las escenas parezcan haberse traspapelado en el viaje de los años. La historia, basada en la novela homónima de Avery Corman, unió sin demasiado éxito a Dustin Hoffman y Meryl Streep interpretando a un matrimonio fracasado que se disputará la tutela y el amor de su único hijo. Con esta cinta, Hoffman, que ya había sido encumbrado a la fama con El graduado (1967) y había mantenido su affaire con el público gracias a su papel en Cowboy de medianoche (1969), puso fin a una década discreta y obtuvo su gran reencuentro con el éxito encarnando a Ted Kramer, el personaje por el que ganaría su primer Oscar en 1979. La evolución de Kramer, un publicista al que su mujer abandona en la cumbre de su carrera dejándolo solo al cuidado de su hijo, eleva la película al drama y convierte a su personaje en un héroe de lo cotidiano (sólo hay que que ver cómo prepara el desayuno al principio del filme).
La relación entre padre e hijo conviviendo con la figura de una madre ausente se suma a las dificultades que la propia sociedad impone. Una trama que ya ha sido retratada con mayor emotividad en títulos como En busca de la felicidad (2006), si bien en esta película es el cambio en el personaje de Hoffman el que atrapa la sensibilidad del espectador. Observar cómo un padre ególatra y totalmente virginal en las tareas domésticas asume su responsabilidad como progenitor y los roles que esto conlleva es un proceso dificultoso que Dennis Dugan se atrevió a reflejar en clave de comedia en Un papá genial (1999). Ese punto calamitoso del personaje principal unido a su admirable preseverancia convierten a Ted Kramer en un ser entrañable y entregado que poco tiene que ver con el hombre de las primeras escenas.
Con un tufillo algo conservador, la historia deja en peor lugar a la madre del pequeño, interpretada por Meryl Streep. Una mujer con inquietudes atrapada en la vida hogareña que un día decide abandonarlo todo para reencontrarse a sí misma. Si este mismo argumento suena exótico y hasta profundo en Come, reza, ama (2010); en Kramer contra Kramer Joana se presenta ante el espectador como una mujer algo desequilibrada, que ama a su hijo, a pesar de que es incapaz de permanecer atada a las imposiciones que requiere su cuidado. Es la gran derrotada, la madre que abandona el hogar y que se pierde en una vida de placeres efímeros. A pesar de los achaques de su personaje, el filme también supuso el primer Oscar de Streep en la categoría de mejor actriz secundaria, aunque tal y como confesaría años más tarde, compartir escenario con Hoffman no fue demasiado agradable. Luis Miguel Carmona, en su libro Los 100 mejores melodramas de la Historia del Cine, recoge que la actriz se había sentido bastante violentada con el comportamiento del protagonista. "La primera vez que lo vi me dijo: soy Dustin Hoffman. Y me tocó las tetas. Pensé que era un cerdo". Y tal repugnancia se aprecia en las escasas escenas que comparten, especialmente en la nula tensión que despiertan en la disputa inicial de la película, cuando el matrimonio se separa: a Hoffman parece no importarle demasiado que se mujer la abandone y Streep demuestra poca química con el arrebatador protagonista de El graduado. Claro que Hoffman ya tenía un nombre en el star-system y Streep todavía no se había convertido en la legendaria protagonista de La decisión de Sophie, ni atisbaba los taquillazos que conseguiría en los 80 con Memorias de África y en los 90 con Los puentes de Madison. Tanto es así que, como cuenta Carmona, los nervios le jugaron una mala pasada y Streep olvidó su Oscar en los lavabos del Dorothy Chandler, teatro en el que se entregaban los premios de la academia.

A pesar de las desavenencias entre Streep y Hoffman, como en la vida misma, al final el mayor perjudicado de la cinta fue el pequeño Justin Henry (convertido ahora en un mozalbete de 40 años). Aunque su interpretación como el hijo de los Kramer le había colocado a la cabeza en la lista de favoritos (a sus 8 años se convirtió en el actor más joven en recibir una nominación a los Oscar) el batacazo fue absoluto y no consiguió ni un solo galardón. Y eso que la película se hizo con cinco estatuillas ese año (entre ellas, mejor película, mejor director para Robert Benton y mejor guión adaptado). No es de extrañar que, recientemente, Benton tuviese un pequeño personaje en la aplaudida serie Perdidos.

lunes, 6 de junio de 2011

El tiempo deshilado

Hay momentos en los que uno prefiere la seducción al amor. Es más sencilla, reconforta de forma inmediata y sólo hay que abandonar los sentidos al placer de la mentira. No requiere de grandes esfuerzos y, una vez que se acepta el placer del engaño, el alma puede flirtear con la felicidad sin desgastarse demasiado. Puede ser un juego limpio, coqueto y divertido, si las partes conocen la regla fundamental: impedir que la ilusión lo transforme en una apuesta perpetua en la que dejarnos el corazón. He aquí el problema: por mucho que esta Trilby ensaye posturas descocadas, siempre se afana en hacer eterno y profundo lo que es bueno, precisamente, por ser fugaz y superficial. Por eso soy tan cautelosa con los best-sellers: son encantadores de serpientes, seductores de postín que, bajo un buen título, te atrapan sin que sepas muy bien a qué lugar te conducen. Esto fue lo que me ocurrió con "El tiempo entre costuras" (Temas de hoy, 2009) ese librito de 600 páginas que me llamaba con su canto de sirena desde la estantería, desde las librerías, desde las manos de cualquier transeúnte... y caí en sus redes.

Nuestra relación empezó, como muchas, con un tonteo pomposo y edulcorado, pero al final yo quería enamorarme. Realmente es una novela atractiva, con un arranque prometedor: "Una máquina de escribir reventó mi destino" . Es tan hermoso como humano eso de etiquetar la memoria con experiencias banales. Todo parte de un absurdo o, al menos, así queremos creerlo en el recuerdo. Con todo, en conjunto, la historia es trepidante, pero me da la sensación de que el tiempo se retiene en la quietud de muchos pasajes y no en el trabajo de una costurera. Y eso que la protagonista, Sira Quiroga, es un auténtico bombón literario. Lo que se estanca es la tensión narrativa y uno sigue leyendo más por un compromiso con el personaje que por la seducción que despierta la prosa de María Dueñas. Peca de excesiva cautela, quizás muestra demasiado respeto a su historia y se siente intimidada por la fuerza de sus protagonistas. No obstante, sí hay que reconocer que en este aspecto es una novela progresiva. A lo largo de las páginas la narración y la forma en que Dueñas la traslada a la mente del lector ganan en fuerza, porque la autora consigue perder el miedo a eclipsar la historia y esto permite que su forma de escribir embellezca a Sira y aporte un valor añadido a su periplo vital. Podría decirse que el final redime la obra porque al fin consigue crear adicción, no sólo por lo que cuenta, sino también por cómo lo describe. Después de 69 capítulos, logra sentirse cómoda.

A pesar de estos comentarios menos agradecidos, es cierto que el éxito de esta novela se puede explicar por muchas y muy buenas razones: personajes con fuerza, carácter cosmopolita, reconstrucción de la memoria a través de las voces anónimas y el romanticismo que envuelve al mundo de los espías (y que sigue funcionando y rentando, que se lo cuenten si no a la condesa de Romanones). Asimismo, nada desdeñable es la evolución perpetua y la capacidad de superación en los protagonistas. Al fin y al cabo, todos necesitamos creer en la renovación, en que el cambio es posible a cualquier edad y en cualquier circunstancia. Y Dueñas convierte en verosímil esta cualidad, a pesar de que sólo esté al alcance de unos pocos. Asimismo, la narración de los ambientes es fabulosa. Cada taller de costura, cada calle de Tánger, Tetuán, Lisboa o Madrid no sólo parecen envolvernos, sino que también nos integran dentro de sus decorados. En este sentido, es un libro que garantiza un viaje cargado de exotismo, así como una trepidante huida a otra época, en la que el traqueteo de unos tacones juegan a ocultar la inseguridad de una mujer abandonada en la soledad. Como los trajes que arma Sira Quiroga, María Dueñas cose una historia de apariencia impecable y estilosa, a pesar de que un pequeño hilo descuelgue de la bastilla, recordándonos que antes de que te enamores hasta los tuétanos, la seducción inventa sus propias vías de escape.


miércoles, 18 de mayo de 2011

Penélope, poco pirata y demasiado Cruz

Con o sin premeditación, llegó a España en su mejor momento: en su cuerpo no queda ni rastro de la reciente maternidad y su cara tenía ese brillo especial de quien atraviesa la etapa más dulce de su vida. Radiante y cercana -podría decirse que en casa- Penélope Cruz ejerció como anfitriona entre sus compañeros del star system hollywodiense: junto a ella estaban el director de la cinta, Rob Marshall (realizador de Nine y Chicago), el productor Jerry Bruckeimer (uno de los más taquilleros) y los actores Àstrid Bergès-Frisbey (la embelesadora sirena de la cinta) y Sam Claflin (el predicador).



La intérprete española definió su participación en la cuarta entrega de Piratas del Caribe como “una de las mejores experiencias de su vida profesional” porque, entre otras cosas, le permitió viajar durante seis meses por todo el mundo. También se deshizo en halagos a Marshall, con el que ya había trabajado en Nine y, por supuesto, a su compañero de reparto, Johnny Depp (con el que dice compartir un sentido del humor "absurdo, pero gracioso"). Asimismo, adelantó que en la próxima película que rodará con Woody Allen su compañero de reparto será Roberto Benigni. Aunque explicó que el director de Manhattan no quiere que se den detalles sobre la película, sí indicó que se trata de una “comedia pura”. A buen seguro, el morbo estará servido en cuanto Allen y Benigni se encuentren en el mismo plano.
Sin embargo, más allá de las cuestiones puramente cinematográficas, en la presentación no hubo el golpe de efecto que, en el fondo, todos esperábamos. Ni una palabra sobre su hijo Leo, ni sobre Bardem, ni sobre cómo se siente una chica de Alcobendas con su propia estrella en el paseo de Hollywood o siendo invitada a subir al escenario durante un concierto de un icono como Prince. De hecho, el periodista que se atrevió a comentar algo sobre su maternidad -creo que, en general, todos pecamos de excesivo respeto a evitar lo personal- provocó el único momento tenso de la rueda de prensa. Y eso que la pregunta pasaba muy por encima las cuestiones íntimas: "¿cree que su reciente maternidad la enriquece como actriz?" La sonrisa de Pe se desmontó por un instante aunque, más que pudor a contestar, intuyo que lo que le molestó fue saber que alguien podía atreverse a saltarse las reglas y mencionar el tema. Sin embargo, después de un incómodo silencio, contestó resuelta, distendida. Explicó que "ser madre te enriquece como persona" y añadió que "algo tan maravilloso y tan fuerte tiene un efecto en ti y en todas las áreas de tu vida". Eso fue todo. Después de casi seis meses sin pisar España nos hemos quedado con más ganas de Penélope Cruz. Con ganas de que se borrase esa absurda muralla que se ha forjado en torno a los suyos. Podría haberse ido un poco de mal rollo. Pero no fue el caso. Aunque hay que reconocer que, pese a las críticas, pese a que se eche de menos un poco de esa frescura de extrarradio y de esa osadía pirata, esta chica nos sigue hipnotizando. Quizá por eso sigue consiguiendo que el periodista incómodo que todos deberíamos llevar dentro se quede enmudecido mientras ve tintinear su melena de un lado al otro de su cara.

lunes, 2 de mayo de 2011

Una vieja cuentista

La rutina es un frasco de cristal. Uno malvive en su estructura cristalina y apenas se da cuenta de que está encerrado. Sólo cuando la inspiración posa sus gruesos dedos sobre su superficie puedes apreciar que vives protegido, pero con el abominable riesgo de que todo se empañe. La vida, realmente, está allí fuera. Tú sólo percibes destellos de la realidad, nítidas imágenes que hacen olvidar tu ausencia. Sí, observas la vida porque la pecera es transparente y crees que los sueños siguen estando al alcance de tu vista. Y, sin embargo, un triste día envalentonado quieres desentumecer los dedos para llevarte un poco de aire a la boca y te das cuenta: estás enjaulado.

Pero lo más maravilloso del cristal es que es frágil. Y los dedos, unidos y frustrados, pueden convertirse en puños. Y los puños, en libertad (siempre y cuando uno golpee a su pequeño frasco cristalino). A veces esas sacudidas que transforman tu mundo (parecidas a las termitas que devoran tus entrañas cuando estás enamorado) llegan de forma involuntaria, son ecos de lo que hay más allá de tu pecera. Y debo confesar, llegados a este punto, que el motivo que ha devuelto algo de sangre a mi vena literaria tiene nombre de mujer y pose de anciana: Ana María Matute. Ella es una niña enjaulada en un cuerpo viejo y, sin embargo, es capaz de motivar a esos jóvenes de conciencia octogenaria mendigando entre carnes adolescentes. Me conmueve su cuerpo absorbido por los años, esa voz frágil de palabras contundentes. Esa edad de despedida abarrotada de entusiasmo. No me gusta decir anciana. Es un eufemismo estéril. Decir "viejo" es decir "vivido". Y Matute es una cuentista con mucha vida. Real o inventada. Pero tan vivida que produce recelo.

Podría hablar de lo fabuloso que me pareció su discurso durante la recepción del Cervantes y no sólo por aquello de “quien no inventa no vive”. Podría hablar de su ironía cuando dijo que “el optimismo y los planes de futuro, a los 85 años, son cuestiones a meditar o poner en tela de juicio”, de lo fabulosa (qué oportuna palabra) que me pareció su reivindicación de la dignidad del cuento y su rechazo a las estúpidas revisiones que, sobre ellos, siempre vierten las aspiraciones políticas de poco fuelle. Podría hablar del horror de sus ojos condensado en aquello que los libros de historia resumen bajo el epígrafe Guerra Civil y que Matute no pudo eludir en su texto. Podría destacar muchas cosas y, sin embargo, me quedo con ella. Con sus palabras. Con su cuerpo viejo. Con sus invenciones. Con esa cariñosa bofetada que ha inspirado este humilde comentario. Me quedo con Ana María Matute, con la imaginación que peina en cada cana, con las horas de escritura que se leen en sus ojeras. Me quedo con ella porque ha inventado un mundo y trescientos universos. Porque dibuja sonrisas y borra decepciones. Me quedo con ella, porque su cuerpo viejo está fuera. Más allá del frasco de cristal.

martes, 15 de febrero de 2011

La ciudad de los tejados encendidos

Son las siete de la mañana. Enciendo la radio en busca de esas voces informativas que sintonicen mis bostezos con la vida que hay despierta más allá de las paredes del hotel. Estoy en Lexington Avenue con la 49. La nomenclatura de las calles y su división cuadriculada posibilitan que hasta un pato mareado, como esta que les escribe, pueda aplacar su torpeza orientativa. Ni el jetlag ni el cansancio impiden apreciar los detalles de esta ciudad que es cine en estado puro. Nueva York, sin quererlo, es un lugar común y todos pertenecemos a ella. Es como si de pronto uno hubiese entrado por la pantalla de su televisor y pudiese habitar esa cultura tantas veces aludida a través de las películas.

Creo que ésa es una de las razones por las que Nueva York es tan maravillosa e impactante. Que ¿por qué resulta fabulosa? Porque no decepciona. Es justamente como te la esperas: La nieve negruzca amontonada en las esquinas, las humeantes alcantarillas, los puestos de Hot Dog que perfuman la calle seduciendo a tu apetito. Son también esos ortopédicos y rectangulares taxis amarillos que Robert de Niro condujo en el 76 y, de algún modo, casi te convences de que encontrarás a una jovencísima Jodie Foster de faena por las esquinas. Tambien, al transitar la 5ª Avenida, parece que Audrey Hepburn esté todavía frente a la puerta de Tiffany´s tomando su desayuno antes de conocer a Hannibal, el de El Equipo A, pero cuando aún no tenía un puro en la boca, ni la cabellera cubierta de canas, ni se le había relajado su porte seductora. Y llegas a entender por qué sobre la moqueta de esa joyería, Holly Dougherty sentía que el miedo se había escurrido en alguna alcantarilla muy lejos de allí.

Sí, Nueva York es éso: la gente comiendo noodles con palillos chinos, los transeúntes bebiendo por la calle su café recién comprado en los cientos de Starbucks que dominan cada rincón comercial. Son las pistas de hielo y los enamorados dibujando sus I love you sobre la superficie cristalina de un 14 de febrero. Son los cegadores carteles luminosos de Times Square, la omnipresente publicidad, es Frank Sinatra cantando eternamente su New York, New York y es Petula Clark invitándote a ir al centro de la ciudad con su Downtown, allí donde la luz es más brillante, allí donde todo parece suplicarte que gastes ese puñado de billetes de un dólar que te llenan los bolsillos y con los que finges una opulencia que sólo es aparente. Son los majestuosos edificios que brotan de todas partes y que fomentan un persistente dolor de cervicales en los turistas. Es el Subway con sus elegantes y clásicas entradas y son las iglesias con coros gospel animándote a tener fe, a creer que quizás sí, de este modo, uno puede encontrar ese sentido de trascendencia que tantas veces se agarrota. Hasta nosotros, los atolondrados visitantes, somos parte de la imagen de esta ciudad, retratándonos en Wall Street, conmoviéndonos a orillas del río Hudson, apabullados bajo la inmensidad de la Estatua de la Libertad, pasando al lado de ese grupo de asiáticos con cámaras que lo mismo alucinan ante el David de Miguel Ángel como ante el primer letrero que Pepsi colocó en Estados Unidos.
Pero lo que mas me enamora de esta ciudades es su afán de compensar con toda clase de luminarias, esa luz natural que comienza a apagarse hacia las cinco de la tarde. Hasta los tejados brillan con un esplendor tan artificioso como seductor, señalándote su fabulosa construcción, recordándote que el vértigo parece menos pronunciado si uno enciende sus sentidos y los deja volar.
Lo cierto es que uno acaba atesorando tantas imágenes sobre Nueva York, que de vuelta, apenas logra diferenciar cuáles le son propias y cuáles no. A estas alturas del rascacielo de mi memoria, parece que lo único que persiste con asombrosa certeza es ese tenaz gusanillo buscando regresar al ombligo de su gran manzana.

lunes, 7 de febrero de 2011

Sin remordimiento

El olvido es un don caprichoso, pero lo es más aún el recuerdo. Aquel profesor con ojos de egipcio, que todavía asalta alguna de mis reflexiones noctámbulas, ya me hizopensar una vez en la importancia de la memoria porque, al fin y al cabo, es lo que nos hace ser. Sin memoria, no existiríamos. Sin el recuerdo del ayer, naceríamos a cada instante y ese ejercicio de reiterada virginidad puede resultar algo agotador. Por eso me fascina pensar que no es la personalidad lo que nos define, sino el recuerdo que tenemos de nosotros mismos, nuestro empeño loco por perpetuar ciertas pautas que hacemos propias y que consiguen hacernos diferentes –un poco diferentes- a los ojos de los demás.

Pienso en esto ahora, después de haber vivido uno de esos episodios en los que uno recuerda con el piloto automático puesto, como cuando te atas los cordones sin hacer de tus dedos un nudo o como cuando consigues cambiar la marcha y pisar el embrague sin tener que coordinar cada movimiento. Resulta curioso, y me atrevería a decir placentero, vivir uno de esos instantes en los que la memoria hace su trabajo mientras tú asistes atónito al espectáculo del ayer. Que una melodía dé sus primeras punzadas y tu lengua, como recién levantada de su letargo, comience a danzar con la letra de la canción, sin dejarse una coma atrás. Por muchos años que hayan transcurrido, recuerdas hasta los chasquidos que da la música cuando ya no debes decir nada, recuerdas cada giro, cada agudo y cada grave, recuerdas y ni siquiera sabes cómo ni por qué, pero de pronto, tú ya no eres tú, sino la imagen caduca de tu pasado. Y una letra, una estúpida letra, se convierte en el viaje más fascinante que puedes hacer sin necesidad de soltar las amarras de tu propio puerto, porque ahí está todo, como lo estaba entonces: la quietud del campo y aquel DVD plateado que costó un riñón y que ahora cambiarías en cualquier CashConverter por un diente picado, pero que entonces era lo más y conseguía reproducir tus CDs mientras el logotipo con su marca rebotaba de un lado a otro dentro del marco de la tele. Sí, ahí están las horas, aquellas horas que vuelven: el olor de un invierno pausado y feliz, los muebles rústicos de la casa, el ladrido lejano de un perro, la cortina estampada que nunca lavaste, aquel sofá incómodo que conseguiste domar en alguna que otra siesta. Todo, en una canción. En una letra que atesoras en la memoria, sin darte cuenta, como si nunca se hubiese ido del todo y ahora regresase para proporcionarte esa misma placentera felicidad que te dan cinco euros arrugados en el fondo del bolsillo.

La memoria es caprichosa, pero no tiene prejuicios. Es como si todos tuviésemos nombre, pero nadie pudiese recordar sus apellidos. El recuerdo es puro hasta cuando nuestra imaginación pone de su parte al crearlo. Y lo más fascinante del recuerdo es que uno siempre lucha contra él, porque en el fondo, intenta echarle un pulso al tiempo y salir ganando, para traerlo de nuevo, o para echarlo de nuestra vida para siempre. El recuerdo está ahí, como esa palanca que te sube las lágrimas a la azotea al ver el final de Toy Story 3 o la secuencia en la que el foco descubre al personaje de Roberto Benigni en La vida es Bella. Es la misma palanca y son las mismas lágrimas, en ellas va algo de nosotros mismos. Y nos da igual que la película nos hable de unos muñecos a punto de convertirse en plástico fundido o de un judío luchando por sobrevivir al Holocausto porque el tornillo que nos atraviesa la tráquea es siempre el mismo y acaba por enjuagarnos los ojos sin ninguna clase de prejuicio. La náusea es instintiva, emocional, salvaje; el vómito, sin embargo, es un acto racional. Por eso, las lágrimas y el recuerdo son arcadas y hay que disfrutarlas como tales, así, como vienen desfilando, al igual que la letra de aquella canción. ¿Por qué ponerle apellidos?