martes, 3 de diciembre de 2013

Un poco de intrascendencia

Hay algo pretencioso en todo comienzo, especialmente cuando se escribe: un afán de seducir, de mostrar el sugerente canalillo que dejan entre sí las letras, ese hueco de silencios en el que se acomodan las pomposas palabras y por el que deseamos que se deslicen, sin mirar a los ojos del autor, las miradas de los lectores. En los días de humildad –solo aparente– uno otorga el arranque a la cita de autoridad, como cediendo el honor a quien se admira, a esa frase reveladora que no es más que uno forma de facilitar el temido comienzo y, de paso, demostrar que además de escribir, uno puede incluso instruir –aunque sea con los pechos de otro, con escotes más generosos–. Pero en los días de gracia, no resulta difícil que la duda larriana nos asalte y antes de pensar en ese “querido lector” al que todos apelamos una se plantee ¿por qué comenzar con tal afirmación –convertida casi en prejuicio– y no flagelarse directamente con la pregunta básica: “¿es que hay alguien ahí?”. Pese al esmero, la cuestión, desde luego, adolece de originalidad: ya el propio Larra, antes de que lamentase –y le venciese– aquello de que “escribir en Madrid es llorar”, aseguraba que “el público es el pretexto, el tapador de los fines particulares de cada uno” en su artículo “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”.

Desde luego, en días como hoy, en los que el espíritu pulula con más garbo hacia las temblorosas anotaciones de los márgenes, las indelebles manchas de aceite y la lágrima de vino en el papel que sobre el renglón mecanografiado, una prefiere pecar de soberbia y reducir la escritura a excusa, a ataque de rebeldía. Afán, eso sí, espoleado por el artículo de Isabel GómezRivas sobre Julio Camba en Jot Down. No me resisto a incluir la gran cita –no apta para pudorosos– con la que el periodista gallego resumía su modus operandi a la hora de escribir un artículo: “Yo me encierro por las tardes en un cuarto con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero siempre sale”. Lo que más me conmueve de la cita es la innegable intrascendencia con la que Camba se revela contra el oficio: ¿no es, acaso, desprendiéndonos de tal responsabilidad cuando el ejercicio se puede afrontar con la libertad que requiere su práctica? La afirmación, aunque parezca inocente, coloca a una en el dilema hamletiano: ¿dejarse llevar por el romanticismo larriano o por la pose descreída de Camba? Y lo que es peor, según plantea en su artículo Gómez Rivas: ¿aferrarse a una juventud impostada o dejarse llevar por el agnosticismo de la senectud? Negar que hoy entre el “Yo y mi criado. Delirio filosófico” que Larra escribió en la Nochebuena de 1836 –tres meses antes de su muerte– y el “Yo y mi sirviente (El repórter es mi sirviente) que Camba publicó en octubre de 1906; he de reconocer mi querencia por el segundo, por esa fina ironía con la que, digámoslo toscamente, se orina sobre la profesión equiparando la intrascendencia –la labor efímera– del mozo que barre y el periodista que escribe. Para ser justos habría que aclarar que ese Larra decadente de finales de 1836, se me antoja hoy afectado, como si su patetismo dejase de ser una herramienta de acidez prosaica para convertirse en un triste convencionalismo. Su superstición hacia la Nochebuena y, en general, hacia los 24 de cada mes –fecha fatídica en la que él mismo nació–, convierte el día que le antecede en un preludio amargo y, al que le sucede, en una tensa inquietud, y así transcurren  las horas cansadas, girando en torno a una negrura que no hacía más que preconizar un final injusto y desesperado.Larra –el grandilocuente– representa hoy los ideales; Camba, la conciencia impertinente, la sonrisa sarcástica e incómoda. Conviene no olvidar nunca qué cerca está el primero del suicidio y qué poco necesitamos a veces para acomodar al segundo en una confortable suite del Palace.


Inmersa en esta ciclotimia periodística entre Larra y Camba de quien prefiero acordarme hoy del tierno protagonista de “Afirma Pereira” (Leya), de Antonio Tabucchi. Ese dinosaurio periodístico anclado en su trinchera literaria, escupiendo críticas con pretensión didáctica sin darse cuenta de que el mundo era otra cosa: aquella locura fascista, la sangre sobre los melones en el mercado, la voz irreverente de Monteiro Rossi –que no es más que la juventud ahogada, la respuesta impertinente– empeñado en escribir sobre autores comprometidos y comprometedores... Lo más fascinante de la novela de Tabucchi no es la maravillosa naturalidad con la que evoluciona el personaje, sino todo lo que queda sin resolver: a quién confiesa Pereira su historia, cuáles son sus verdaderos sueños –los que él cree que nunca han de revelarse–, cómo fue esa infancia que evoca, pero de la que no habla “porque nada tiene que ver con esta historia”... El atractivo de Pereira es que su narración, como la de todos, se construye también con silencios forzosos. Entre sus reflexiones, me enternece cómo un católico como él, reflexivo hasta la espina, comienza a encerrarse en su soliloquio hasta verse en un laberinto sin respuesta: “Había una cosa a la que no conseguía dar crédito: la resurrección de la carne. En el alma, sí, claro, porque tenía la certeza de poseer un alma, pero toda aquella carne, aquella grasa que envolvía su alma, pues bien, esa no, esa no volvería a revivir, ¿y por qué?, se interroga Pereira. Todo aquel unto que lo acompañaba cotidianamente, el sudor, la fatiga al subir las escaleras, ¿por qué deberían resucitar?”. Aquel día de 1938 en el que arranca la narración, Pereira, sin darse cuenta, comenzaba a ser otro, o quizá a ser él mismo, pero de otro modo. La teoría de la confederación de almas le avalaba: “Acreditar que somos una unidad independiente, destacada de la inconmensurable pluralidad de nuestros propios yo, representa una ilusión, quizá ingenua (…) el doctor Ribot y el doctor Janet ven la personalidad como una confederación de varias almas, porque la verdad es que tenemos varias almas dentro de nosotros, una confederación que acepta el dominio de un yo hegemónico”
Esa camaradería esquizofrénica, conmovedoramente posibilista –todos somos resultado de un compendio y, a la vez, tantos “yo” posibles– ayudan a este viejo escribiente a argumentar su cambio de perspectiva, tan necesaria como inevitable. Quizá, cobijada en su experiencia, me resulte menos doloroso afirmar que de Larra a Camba, pasando por Pereira, una se haya hecho un poquito más descreída, puede que incluso –con fortuna– un poco más incómoda. Sentirse así, menos intrascendente y grave de lo que acostumbramos a hacerlo, puede que nos ayude a ver que la escritura, a veces, no es más que deslizar una y otra vez tus manos cariñosas por el cabello que se aferra, muerto, a las cerdas del cepillo. Sí, puede que no dé placer a nadie, pero ¿y lo que relaja? 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Savater, el pensador incómodo

El renglón torcido siempre resulta ser ese primero y escurridizo que se resiste a abandonar los límites de la mente para transfigurarse en el papel, para manchar su impecable superficie y perder con ello esa segura y cálida grandeza que le confieren las fronteras del pensamiento. El aliento gélido que empapa al país estos días es un lastre para las ya de por sí amodorradas manos del escribiente, siempre en busca del reconfortante calor del silencio, siempre queriendo sentirse presas, así, la una con la otra, para no vomitar palabra alguna sobre el teclado, para dejarse llevar por ese fuego narcótico que desprende la piel... Pero, al margen de los violáceos delirios que el frío pueda dibujar sobre ellas, la lectura puede ser un refugio y la excusa perfecta para cobijarse bajo la manta y colonizar el sofá. Eso sí, Figuraciones mías (Ariel), de Fernando Savater, no invita precisamente a adormecerse, sino a arañar la curiosidad del lector incitándole a ser partícipe de sus reflexiones. El libro recoge una selección de artículos periodísticos el aquejado género al que el autor ya supone el rigor mortis de un cadáver y se divide en tres partes: "Admiraciones", en la que desgrana algunas de sus pasiones lectoras, "La dificultad de educar", donde aborda aspectos sobre la enseñanza pública y "Envueltos en la red", en la que escribe sobre el ciberespionaje y la propiedad intelectual, entre otros.
Poco dado a la displicencia, el aplaudido autor de Ética para Amador demuestra una vez más ser uno de esos padres intelectuales a los que siempre se puede recurrir para encontrar un comentario lúcido y sereno, aunque, al igual que ocurre con los progenitores biológicos, a menudo se tengan demasiadas objeciones a sus razonamientos. De hecho, Savater conjuga el encanto del pensador incómodo: lo mismo ofrece argumentos a las posiciones más conservadoras, que defiende la educación laica y la asignatura de Educación para la Ciudadanía, para disgusto de Rouco Varela. En palabras del autor de Figuraciones mías: "Uno puede envidiar la fe como puede envidiar a quien está borracho, porque mientras le dura ese atontamiento exaltado se siente a gusto." 
Pero, dejando a un lado los temas más polémicos entre los que se incluyen juicios sobre los nacionalismos, a los que el filósofo aplica la genuina "moral del pedo" (que acuñó Ferlosio) para referirse al inmovilismo de algunas convicciones, ya que, para muchos "sólo huelen mal las de los otros", que no dejarán indiferente al lector; a mi juicio, la parte más interesante de este recopilatorio es, aún a riesgo de desdeñar su opinión sobre temas candentes de la actualidad, la que se refiere a su faceta como lector. Lejos del complejo de escritor y del impertinente alarido del filósofo, ese Savater arrodillado antes los grandes se me antoja más magnánimo y certero. Especialmente, por debilidad de esta Trilby, me resultaron muy atinados sus comentarios sobre Virginia Woolf, no sólo en los aspectos de mayor consenso entre los literatos "no hay una 'literatura femenina', a efectos críticos, pero sin duda ha habido una larga lucha femenina para abrirse paso en la literatura monopolizada y dirigida por la autoridad de los varones. Si hoy, afortunadamente, esa batalla está ya decidida y han ganado las buenas, a pocas personas debe tanto ese triunfo como a Virginia Woolf. Llamarla 'escritora' a secas es poco, porque fue en toda la extensión del término una 'mujer de letras', una humanista en el sentido más moderno e innovador de esa calificación", escribe Savater, sino en los que revela su más sincera admiración, desde la humildad de un lector encandilado ¿ y apabullado? por la inigualable autora de Las olas. "Ninguno de quienes la hemos amado a través de la lectura podemos consolarnos de no haberla oído conversar", asegura Savater. Pero si hay una reflexión que me ha conmovido es, sin atisbo de duda, la que se refiere al fallecimiento de la escritora británica. El filósofo opta, como prefiere cualquiera que haya sentido el pulso vitalista e inconfundible de la obra de Woolf, por desmitificar y contextualizar su suicidio en el río Ouse: "No conozco escrito más emocionante intelectualmente emocionante, no sólo sentimental que la carta de despedida a su marido Leonard cuando decidió suicidarse. Acaba con la frase más terrible y sincera ('No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que hemos sido tú y yo'), la declaración estremecedora de que ni siquiera la felicidad basta. Lo que más tememos oír. Y comienza: 'Siento que voy a enloquecer de nuevo'. Pero no se trataba solamente de un pánico por la cordura personal. Los nazis amenazaban con invadir Inglaterra y la tenían en la lista de personalidades que debían ser eliminadas cuando dominaran la isla. Ella presintió que formaba parte natural e inevitable del enemigo de los bárbaros y que era en realidad Europa la que iba a enloquecer de nuevo." Así, elevada a metáfora, convertida en un trasunto de esa Europa agónica y delirante, la muerte de Woolf vuelve a dar pie a los argumentos más románticos, aunque no deje de ser, desgraciadamente, el precipitado punto y final con el que se cerró su biografía.

Savater junto al busto de Virginia Woolf

Será por ese indudable misterio que envuelve los designios de la Parca, la muerte, inevitable, circunstancial, parece empeñarse en querer definirnos. Como Savater comenta en otro de los artículos, "El Averno, la casa de todos", hay una suerte de "ciudadanía forzosa" que distingue e identifica a quienes han transitado por el inframundo. Según recoge Savater, citando el relato de Leónidas Andreiev sobre la resurrección de Lázaro, "el beneficiado nunca dejó de inspirar sobresalto por su inconfundible aroma al más allá". Resulta tan curioso como fácil de imaginar pensar en ese Lázaro devuelto a la vida para sufrir el repudio y el recelo de sus vecinos, que una se plantea si el reverso cruel de los milagros no será una efectiva forma para que aceptemos, pese a todo, las ventajas de la finitud. Aunque, con el permiso del filósofo, puede que sólo sean figuraciones mías.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Libros que nunca quisieron ser escritos

Esos extraños días de reflexiones sonámbulas, de inquietudes desmayadas a los pies de la cama, resultan ser en ocasiones la mejor atmósfera en la que elaborar una clasificación de libros más allá de géneros y otras etiquetas comerciales. Hay algunos ejemplares que, como si formasen parte de la colección de un taxidermista, sólo sirven para adornar y mostrar a las visitas la mueca absurda de su presencia. También están los libros tímidos –que siempre pasan inadvertidos–, los evocadores –que conservan en sus tapas la secuela de algún recuerdo–, los regios –pomposos tomos a los que todos hacen reverencias–, los temidos –que desloman con su obesidad la rectitud de las baldas… Y así un largo etcétera hasta llegar a una categoría singular: los que nunca quisieron ser escritos. Son fantasmagóricas anomalías, dolorosos engendros que brotan lejos de las fronteras de la imaginación: allí donde la realidad les otorga talante de tragedia. Dentro de los relatos autobiográficos, este subgénero herido que muchos han llamado literatura del duelo constituye generalmente un punto de inflexión en la trayectoria de sus autores. Si Mortal y Rosa (1975), considerada una obra cumbre del siglo XX, permitió a Francisco Umbral descubrir la hiriente belleza de lo que él mismo calificó como “memoria simultánea” –al revivir a su hijo fallecido–; la pérdida, eternizada a través de las páginas, continúa propiciando excepciones y rarezas en la trayectoria de escritores tocados por la muerte, que se asoman al abismo de la desesperación cargados de palabras para henchir la tripa de ese monstruo que amenazan con devorarlos. 

Así lo describe Francisco Goldman en Di su nombre (Sexto Piso), el libro que escribió tras perder a su esposa Aura Estrada en un trágico accidente en las playas de Oaxaca. Una novela dictada desde la locura, escrita desde ese borde patológico en el que la literatura pierde su aliento terapéutico para convertirse en una prisión de frustración y llanto. Violento, herido, evocador, nostálgico, rabioso, un Goldman atormentado por la culpa y la pérdida resucita a Aura para que el lector se enamore de ella, de su brillante mente y de sus desequilibrios e inseguridades, y eterniza su recuerdo para intentar echar un pulso a la muerte. "Abrázala fuerte, si está contigo. Abrázala fuerte –pensé. Respírala. Ése es el consejo que doy a todos los vivos. Respírala. Mete la nariz en su pelo. Respírala profundamente. Di su nombre. Siempre será su nombre. Ni siquiera la muerte te lo puede robar", escribe. Libro duro y de difícil digestión, este paseo por los arrabales de la desesperación se convierte, al final, en un canto a la vida. 

Aura Estrada y Francisco Goldman el día de su boda
Una idea que también está presente en La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), una obra en la que Rosa Montero evoca la pérdida de su pareja, Pablo Lizcano, a través de retazos biográficos sobre Marie Curie, a quien sorprendió la viudez después de que su marido Pierre fuese atropellado por un coche de caballos. Más pudorosa que Goldman –al fin y al cabo, la Premio Nobel polaca se acaba convirtiendo en una excusa para redimir sus propios recuerdos– Montero demuestra una vez más que es en la realidad, en su hábil forma de abordar los periplos vitales, donde se encuentra su mejor literatura. Su capacidad de hacer del ensayo una adictiva novela es, a juicio de esta Trilby, uno de sus aspectos más atrayentes como autora. Lo demostró en obras como La loca de la casa, Historias de Mujeres y Amantes y enemigos, su forma de diseccionar perfiles biográficos y convertirlos en una insaciable fuente de curiosidades y anécdotas en las que vernos reflejados constituyen una de sus mejores armas narrativas. A pesar de que la escritora, embriagada por los efluvios de la fantasía, suele preferir la novela como terreno de batalla, a excepción de Historia del Rey Transparente, ninguna de sus ficciones ha conseguido disparar mi síndrome de abstinencia tanto como sus perfiles vitales. En mi humilde juicio, la imaginación es algo más que dibujar fábulas, se trata de esa capacidad mágica que permite trazar puentes entre dos orillas de la realidad que nadie hubiese unido jamás. Sus prejuicios con el género quedan claros desde el principio. “Confieso que, durante muchos años, consideré que era una indecencia hacer un uso artístico del propio dolor. Deploré que Eric Clapton compusiera 'Tears in Heaven' (Lágrimas en el cielo), la canción dedicada a su hijo Conor, fallecido a los cuatro años de edad al caer de un piso 53 en Nueva York; y me incomodó que Isabel Allende publicara 'Paula', la novela autobiográfica sobre la muerte de su hija. Para mí era como si estuvieran de algún modo traficando con esos dolores que hubieran debido ser tan puros”, escribe Montero, quien, sin embargo, reconoce que “en el origen de la creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno”. Es en estas contradicciones donde la autora se revela especialmente vulnerable, como resistiéndose a narrarse, a pesar de que es en esa belleza mundana que tan maravillosamente percibe donde conecta mejor con el lector: “No hay nada ridículo en la #Intimidad –ya hablaremos en otra ocasión si la forma de etiquetar las palabras clave como "hashtags" marcará un original punto de inflexión en la literatura–, no hay nada escatológico ni repudiable en ese lento fuego doméstico de sudor y de fiebre, de mocos y estornudos, de pedos y ronquidos. (…) La #Intimidad: no tener muy claro donde acabas tú y empieza el otro”, relata. Montero es una cuentista en sentido rígido: su voz se introduce en tu mente y no deja de narrar jamás. Pero, ¿no hay en esta reflexión una clara intención de reflejar que el autor escribe por un afán de inmortalidad? ¿Acaso no quiere decir que mantener su recuerdo vivo, luchar contra las neblinas del olvido, es también una manera, nada egoísta, de soñar la eternidad? 

Mucho de esto está presente en La hora violeta (Mondadori), la desgarradora carta de amor –no se puede clasificar de otro modo– que Sergio del Molino dedica a su hijo Pablo, fallecido a causa de un cáncer. “Estamos en el laberinto del dolor, y eso quiere decir que estamos solos. El dolor asusta a los demás, damos miedo”, escribe. Se trata, en muchos aspectos, de la búsqueda de un autor falto de palabras que definan su pérdida (un hijo sin padres es huérfano, un hombre sin esposa, viudo… pero un padre que ha perdido a su niño, ¿qué es?), y acaba convirtiéndose en un fascinante viaje, en el que esa paternidad arrebatada, despierta un inconmensurable dolor, pero también un maravilloso vitalismo. Y es que, aunque hay quienes atribuyen al oficio de escribiente poderes reconstituyentes, como si las palabras pudiesen convertirse en una suerte de engrudo con el que pegar los pedazos de un corazón devastado, la realidad es que el duelo –también el literario– no es más que rasgar con la pluma los recuerdos privados, esas escenas que el temor comienza a desdibujar en la memoria. No sólo supuran su llanto y su sangre: se han hecho inmortales. Por eso, estos autores, más que nadie, conocen a la perfección ese sentimiento patentado por Bartleby, el obcecado personaje de Herman Melville, que repetía insistentemente “I would prefer not to” (“Preferiría no hacerlo”) y, sin embargo, siguen escribiendo.