Hay algo
pretencioso en todo comienzo, especialmente cuando se escribe: un afán de seducir,
de mostrar el sugerente canalillo que dejan entre sí las letras, ese hueco de
silencios en el que se acomodan las pomposas palabras y por el que deseamos que
se deslicen, sin mirar a los ojos del autor, las miradas de los lectores. En
los días de humildad –solo aparente– uno otorga el arranque a la cita de
autoridad, como cediendo el honor a quien se admira, a esa frase reveladora que
no es más que uno forma de facilitar el temido comienzo y, de paso, demostrar
que además de escribir, uno puede incluso instruir –aunque sea con los pechos
de otro, con escotes más generosos–. Pero en los días de gracia, no resulta difícil
que la duda larriana nos asalte y antes de pensar en ese “querido lector” al que todos apelamos una
se plantee ¿por qué comenzar con tal afirmación –convertida casi en prejuicio–
y no flagelarse directamente con la pregunta básica: “¿es que hay alguien ahí?”.
Pese al esmero, la cuestión, desde luego, adolece de originalidad: ya el propio
Larra, antes de que lamentase –y le venciese– aquello de que “escribir en
Madrid es llorar”, aseguraba que “el público es el pretexto, el tapador de los
fines particulares de cada uno” en su artículo “¿Quién es el público y dónde se
encuentra?”.
Desde luego, en días como hoy, en los que el espíritu pulula con
más garbo hacia las temblorosas anotaciones de los márgenes, las indelebles
manchas de aceite y la lágrima de vino en el papel que sobre el renglón
mecanografiado, una prefiere pecar de soberbia y reducir la escritura a excusa,
a ataque de rebeldía. Afán, eso sí, espoleado por el artículo de Isabel GómezRivas sobre Julio Camba en Jot Down. No me resisto a incluir la gran cita –no
apta para pudorosos– con la que el periodista gallego resumía su modus operandi
a la hora de escribir un artículo: “Yo me encierro por las tardes en un cuarto
con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro
cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo
sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y
escaso, pero siempre sale”. Lo que más me conmueve de la cita es la innegable
intrascendencia con la que Camba se revela contra el oficio: ¿no es, acaso, desprendiéndonos
de tal responsabilidad cuando el ejercicio se puede afrontar con la
libertad que requiere su práctica? La afirmación, aunque parezca inocente, coloca
a una en el dilema hamletiano: ¿dejarse llevar por el romanticismo larriano
o por la pose descreída de Camba? Y lo que es peor, según plantea en su
artículo Gómez Rivas: ¿aferrarse a una juventud impostada o dejarse llevar por
el agnosticismo de la senectud? Negar que hoy entre el “Yo y mi criado. Delirio
filosófico” que Larra escribió en la Nochebuena de 1836 –tres meses antes de su muerte–
y el “Yo y mi sirviente (El repórter es mi sirviente) que Camba publicó en
octubre de 1906; he de reconocer mi querencia por el segundo, por esa fina
ironía con la que, digámoslo toscamente, se orina sobre la profesión
equiparando la intrascendencia –la labor efímera– del mozo que barre y el
periodista que escribe. Para ser justos habría que aclarar que ese Larra
decadente de finales de 1836, se me antoja hoy afectado, como si su patetismo
dejase de ser una herramienta de acidez prosaica para convertirse en un triste
convencionalismo. Su superstición hacia la Nochebuena y, en
general, hacia los 24 de cada mes –fecha fatídica en la que él mismo nació–, convierte
el día que le antecede en un preludio amargo y, al que le sucede, en una tensa
inquietud, y así transcurren las horas
cansadas, girando en torno a una negrura que no hacía más que preconizar un
final injusto y desesperado.Larra –el
grandilocuente– representa hoy los ideales; Camba, la conciencia impertinente,
la sonrisa sarcástica e incómoda. Conviene no olvidar nunca qué cerca está el
primero del suicidio y qué poco necesitamos a veces para acomodar al segundo en
una confortable suite del Palace.
Inmersa en
esta ciclotimia periodística entre Larra y Camba de quien prefiero acordarme
hoy del tierno protagonista de “Afirma Pereira” (Leya), de
Antonio Tabucchi. Ese dinosaurio periodístico anclado en su trinchera
literaria, escupiendo críticas con pretensión didáctica sin darse
cuenta de que el mundo era otra cosa: aquella locura fascista, la sangre sobre
los melones en el mercado, la voz irreverente de Monteiro Rossi –que no
es más que la juventud ahogada, la respuesta impertinente– empeñado en escribir
sobre autores comprometidos y comprometedores... Lo más fascinante de la novela
de Tabucchi no es la maravillosa naturalidad con la que evoluciona el
personaje, sino todo lo que queda sin resolver: a quién confiesa Pereira su
historia, cuáles son sus verdaderos sueños –los que él cree que nunca han de
revelarse–, cómo fue esa infancia que evoca, pero de la que no habla “porque
nada tiene que ver con esta historia”... El atractivo de Pereira es que su
narración, como la de todos, se construye también con silencios forzosos. Entre
sus reflexiones, me enternece cómo un católico como él, reflexivo hasta la
espina, comienza a encerrarse en su soliloquio hasta verse en un laberinto sin
respuesta: “Había una cosa a la que no conseguía dar crédito: la resurrección
de la carne. En el alma, sí, claro, porque tenía la certeza de poseer un alma,
pero toda aquella carne, aquella grasa que envolvía su alma, pues bien, esa no,
esa no volvería a revivir, ¿y por qué?, se interroga Pereira. Todo aquel unto
que lo acompañaba cotidianamente, el sudor, la fatiga al subir las escaleras,
¿por qué deberían resucitar?”. Aquel día de 1938 en el que arranca la
narración, Pereira, sin darse cuenta, comenzaba a ser otro, o quizá a ser él
mismo, pero de otro modo. La teoría de la confederación de almas le avalaba:
“Acreditar que somos una unidad independiente, destacada de la inconmensurable
pluralidad de nuestros propios yo, representa una ilusión, quizá ingenua (…)
el doctor Ribot y el doctor Janet ven la personalidad como una confederación de
varias almas, porque la verdad es que tenemos varias almas dentro de nosotros,
una confederación que acepta el dominio de un yo hegemónico”.
Esa camaradería
esquizofrénica, conmovedoramente posibilista –todos somos resultado de un
compendio y, a la vez, tantos “yo” posibles– ayudan a este viejo escribiente a
argumentar su cambio de perspectiva, tan necesaria como inevitable. Quizá,
cobijada en su experiencia, me resulte menos doloroso afirmar que de Larra a
Camba, pasando por Pereira, una se haya hecho un poquito más descreída, puede
que incluso –con fortuna– un poco más incómoda. Sentirse así, menos
intrascendente y grave de lo que acostumbramos a hacerlo, puede que nos ayude a ver que la
escritura, a veces, no es más que deslizar una y otra vez tus manos cariñosas por el cabello que se aferra, muerto, a las cerdas del cepillo. Sí, puede que no dé placer a nadie, pero ¿y lo que relaja?