Palabras casi olvidadas regresa de entre los cadáveres cibernéticos y vuelve renovado a través de Wordpress. ¡Síguenos en este viaje!
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viernes, 27 de marzo de 2015
domingo, 30 de marzo de 2014
El "Heraldo de Madrid" vuelve a los quioscos
Portada de la edición especial |
Toda resurrección conviene asimilarla con la dosis justa de ilusión y descreimiento, aunque no siempre resulta fácil resistirse a la tentación de dejarse embriagar por los efluvios de la emoción. Intuyo que es esa expectación la que ha provocado que no pocos acudiesen este domingo 30 de marzo a los quioscos en busca de un ejemplar del Heraldo de Madrid, la vieja cabecera de la Sociedad Editora Universal incautada por la falange la mañana del 28 de marzo de 1939, cuatro días antes de que aquel último parte bélico, de que ese nefasto "cautivo y desarmado el ejército rojo", marcase el final de la Guerra Civil y el comienzo de otra contienda ruin y silenciosa. La resurrección del Heraldo en nuestros días, emblema de la causa republicana, se debe a la colaboración de eldiario.es, Infolibre, Alternativas Económicas, La Marea, Materia, Fronterad, Jot Down, Revista Fiat Lux, Líbero y Mongolia bajo la dirección del periodista Miguel Ángel Aguilar, e incluye, asimismo, diversas firmas calificadas de "extrema izquierda" por La Gaceta, siempre alentando a la lectura con ahínco de todo a lo que le cuelgue la etiqueta de subversivo.
Dedicado el domingo al repaso de este peculiar espectro del periodismo que hoy ha vuelto a manifestarse, he de reconocer que la expectación inicial se iba diluyendo a medida que avanzaban las páginas y la sensación general que resume este regreso se ha quedado atorada entre el voluntarismo y el fiasco. Se extraña entre tanta recurrente frase sobre el espectacular aumento del descrédito del gobierno y los partidos políticos –una hiriente obviedad que no parece importarle a las clases dirigentes– que no se repare también en la creciente desconfianza del ciudadano hacia los periodistas, una de las profesiones más denostadas según el barómetro del CIS. Cuando se invocan fantasmas como el del Heraldo de Madrid y se reproduce un artículo de Manuel Chaves Nogales, se corre el riesgo de padecer el agravio comparativo y de que se dé la paradoja de que lo anocrónico, el verdadero fósil social, resulte ser esta profesión adulterada y los periodistas que la ejercemos, quizá no menos condenados a la incongruencia histórica. Tampoco ayudan los clichés que se esbozan sobre "La razón definitiva por la que el papel debe continuar", ni los fútiles argumentos sobre la incomodidad de la lectura digital o la posesión física de los objetos, ni siquiera la posibilidad de la quema física de los libros, parecen motivos suficientes para invitar al ciudadano a creerse eso de que "este muerto está muy vivo". Si nuestra defensa es ésa, estamos tan avocados al fracaso como esos redactores del Heraldo que contemplaban cómo primero alguno de los suyos se descubría la careta –véase el discurso del fotógrafo José María Casariego, seducido por el ideal falangista, dirigiéndose a sus compañeros aquella mañana– para después comprobar cómo la redacción era incautada por FET y de las JONS, que en lugar de desmantelarla –algo que hubiera resultado quizá más digno para aquellos plumillas derrotados– se la entregaron a los serviles, como Juan Pujol, quienes utilizaron aquella misma maquinaria para fabricar la propaganda del régimen, culminando un expolio que todavía tienen pendiente de reparación a la familia Busquets, propietarios de la Sociedad Editora Universal, a la que han desoído todos los gobiernos durante generaciones, como bien recuerda uno de los nietos de la saga en esta edición especial.
Última portada del Heraldo (27/3/1939) |
Con todo, lo mejor de esta resurrección se encuentra, en mi opinión, en algún que otro artículo de las páginas de Sociedad y Ciencias e, incluso, en el enfoque alternativo de los Deportes, pretendida en otras secciones sin llegar a conseguirse completamente. Por no hablar de un siempre acertado Enric González evocando a Pasolini "que no dejó de criticar a propios y a extraños" y que defendió "sus propias ideas, no las de otros", como recuerda el columnista. Por no hablar de la "entrevista" de Mongolia a una Soraya Sáenz de Santamaría descocada en las carnes de Marilyn Monroe y de ese descontextualizado –pero ¡tan necesario!– anuncio de FCC a página completa, tras ser señalada como una de las empresas que se apuntan al negocio de la Sanidad en el interesante artículo que abre Sociedad. Aunque, si guiada por el sentimentalismo tuviese que escoger una única pieza, me quedaría con la reproducción de la última portada del Heraldo a tamaño real, en la que el agónico Consejo Nacional de Defensa republicano brindaba sus últimos estertores a ese internacionalismo –que estuvo tan presente en la esencia de la II República– sin saber que el mundo le daría la espalda, al igual que los representantes del Gobierno darían por finalizadas las negociaciones de paz con los vencidos cuando se les antojó, iniciando el triste prólogo del ensañamiento que se advendría sobre quienes se mantuvieron fieles al ideal republicano en aquellos años.
No resulta fácil juzgar a un zombie, aunque se le estime, acostumbra a desprender ese olor de inframundo –como recordándonos que en otro tiempo fue posible– y a exhibir ese descompasado abrir y cerrar de ojos tan desconcertante –reflejado aquí en las numerosas e ineludibles erratas del ejemplar–, pero, aún sin saber si se agotarán los 100.000 ejemplares de esta edición especial del Heraldo de Madrid, que estará disponible en los quioscos a lo largo del mes de abril, más allá del éxito o fracaso de ventas, este guiño espectral se agradece: es un gesto y eso no es algo que abunde en estos tiempos impasibles, en los que domina la mueca helada e indiferente.
domingo, 23 de marzo de 2014
La crónica sentimental de España
Carteles y radios sentimentaloides |
Todavía quedan tenderos que orbitan cual extraterrestres
lejos del imperio de la imagen y el marketing, que han dado la espalda a la
historia del escaparate para ningunear su existencia y convertirlos en meras
paredes transparentes en las que almacenar cajas insulsas: más que seducir al
transeúnte, apelan a su compasión. Ya en el interior del establecimiento, por
aquello de que las expectativas son inexistentes, la sorpresa puede ser mayúscula:
descubrir allí los tesoros de la nostalgia, de ese pasado sentimentaloide que
nunca deja de reescribirse. Sí, la fachada de El Rastrillo, una modesta tienda
de la madrileña calle Ávila, parece ignorar cómo atraer clientes, aunque, una
vez traspasado su umbral, las reliquias y el olor de otro tiempo los atrapen en
un bucle sin fin y hagan honores al sobrenombre de su letrero: “La máquina del
tiempo”. Aunque este tipo de viajes pierden en canto sin el DeLorean de
Marty McFly, hay que reconocer que contemplar aquellos objetos –muchos de los
cuales triplican la edad del que los observa– cubiertos de ese aire de
tragedia, de vieja gloria descontextualizada –veáse por ejemplo la vieja
máquina de pinchar vinilos con los estrafalarios integrantes de Abba todavía
felices, todavía enamorados (¡Benny y Frida acababan de casarse el año anterior!)– y las rígidas muñecas disfrazadas de militares –las míticas wendolin– , extraña paradoja de aquellos
tiempos en los que las mujeres ni siquiera se podían plantear vestir un
uniforme de las fuerzas armadas. Y por no hablar de las inquietantes
fotografías que se apilan en una esquina: imágenes que brotaban de entre los
libros, las carteras, las cajas de metal... Imágenes que yacían escondidas sin
que nadie las recordase y que probablemente hoy busquen con ansia los descendientes
de esas señoras pletóricas que posaban frente al mar –una cámara, la playa,
¿acaso eso no era progreso? Qué importaba entonces el silencio, la represión...–,
o de esos orgullosos jabatos alardeando de lozanía mientras paseaban por la
calle con sus mejores galas.
Pastilleros, relojes... |
Las mujeres no podían vestir un uniforme, las wendolin sí |
Preciosa edición de "El Quijote" |
La verdadera máquina del tiempo: el tocadiscos. ¿Precio del tema? 1 duro |
Imágenes del pasado, historias olvidadas |
Portada del folletín "¡Madre!" |
Sumergida en mil épocas, en ese extraño olor que el polvo,
la humedad y los años destilan sobre os objetos, de las estanterías de este
pequeño rastrillo rescato la primera entrega del folletín ¡Madre!, de Mario
D’Ancona –seudónimo de Francisco Arimón Marco (1868-1934)-, una
publicación fechada el 26 de octubre de 1932 por la Editorial Guerri “la Casa
más seria, la de los grandes éxitos, la de servicio más esmerado y puntual”,
reza en el interior de la revista. Más allá del delirante drama, es curioso
rastrear entre sus páginas los tics de esa España pobre y resentida que
entonaba su moralina digna y feliz en las canciones populares que Manuel
Vázquez Montalbán analizó en su Crónica sentimental de España (1971): “Pobretes
pero alegretes. No olviden nunca ustedes que en nuestro país la comicidad se ha
abastecido siempre de nuestras mejores miserias”, escribe el genio en este
ensayo.
En lugar de esa alegría folclórica, en ¡Madre! la belleza
cumple la función compensatoria: la protagonista es una desgraciada, pero tan
sumamente bella y bondadosa, que sus penas la elevan a mártir. Entregada a la
inclusa por sus padres biológicos, adoptada posteriormente por una matrimonio
que la esclavizaba, la protagonista, Amelia se entrega a la pasión del apuesto
Roberto: “Por primera vez en mi vida oí palabras cariñosas, por primera vez me
dijo alguien que me quería”, relata la joven. Aunque en realidad él es un
canalla –hasta los 50 no se pondrían de moda los gamberros, como cuenta
Montalbán– de familia noble que la engaña vilmente: “Él me dijo que para ser
marido y mujer bastaba que nos arrodillásemos al pie del altar mayor y nos
prometiésemos por esposos cuando el sacerdote bendice a los fieles al final de
la misa”. La ignorancia, esa candidez bobalicona, representaba al pueblo
humilde, trabajador, estafado. Y es que, salvando la distancia temporal con el
ensayo de Montalbán, aún sin Guerra Civil de por medio, esa España de la recién
proclamada República contenía ya muchas de las características que sobrevirán a
la conflagración y se mantendrán durante la posguerra. Al fin y al cabo, esas mujeres empachadas de nacional-catolicismo no
fueron un invento de Franco, él convirtió en “establishment” y dogma obligado
algo que, desgraciadamente, ya había intoxicado a generaciones. Esa resignación
del español ante la desgracia, entonando canciones como la de “No te mires en
el río”: “En Sevilla hay una casa/ y en la casa una ventana/ y en la ventana
una niña/ que las flores envidiaban” ya se intuía entonces. En este tema, el novio le prohíbe a la joven que se
mire en el río –¿quizá intentando evitar la tragedia?– y cuando regresa con flores
y una promesa de matrimonio entre sus manos: “La vio muerta en el río/ cómo el
agua la llevaba/ ¡ay, corazón, parecía una rosa!/, ¡ay, corazón, una rosa mu
blanca!”. Tan pura, tan inocente, tan tentada por lo prohibido. “Esta canción
gustaba porque, como una obra de Shakespere, tiene distintos niveles –explica Montalbán–.
Hay una canción sentimental primitiva: un novio, una novia, una muerte trágica,
atávica, en el agua. Pero la relación lógica de todos estos elementos es
absurda, existe una lógica, pero no es una lógica del tópico común de la
canción de consumo. Es una lógica subnormal, para la que hay que tener educado
el octavo sentido de la subnormalidad. Y bien educado lo tenían aquellos seres de
precaria épica, aquellos españoles de los años cuarenta que habían perdido en
el río acontecimientos incontrolables: novias, novios, tierras, recuerdos,
dignidades, palabras sagradas, ideas, símbolos, mitos, la alegría de la propia
sombra. Aquella canción les valía para expresar su derecho a no comprender del
todo las cosas y hacer de esa profesión del absurdo una extrema declaración de
lucidez”.
Ese velo que cubría las fealdades del pasado les hacía
exaltar la belleza y la alegría, evitando el conflicto, reivindicando esa “filosofía
de la vida cínica” de la que habla Montalbán. Como el periodista destaca, a los españoles no nos iban evidencias como la perpetua guerra fría entre Tom y Jerry, preferíamos darle la espalda a los problemas y a aquellos relatos atroces en los que los rojos eran caníbales despiadados: "No había piedad dialéctica para el vencido, y había un recelo lleno de resentimiento para el superviviente".
El folletín, como fenómeno popular, acabaría cediendo el testigo al serial radiofónico, que heredaba su función multiplicando su efecto a través de la "hipnosis radioeléctrica" que describe el periodista. "Ahí están los seriales de Sautier Casaseca, cargados de intención política, servidos a través de un medio omnipotente que sólo necesitaba electricidad para llegar al último rincón de la última oreja. (...) Fue un auténtico asunto de hipnosis radioeléctrica, como de si los receptores se escapase el efluvio de la persuasión o como si las combinaciones musicales fuesen en la realidad melodías del flautista de Hamelín". Todavía sobrevive ese encanto en los seriales televisivos presentes –sólo hay que echar un vistazo a "El secreto de Puente Viejo" o "Amar es para siempre", especialmente en su etapa anterior en La 1, o en las más reciente "Velvet"–, en la que las protagonistas han estado sometidas a la injusticia y a la vejación, a la lucha de clases, al desdén y a la miseria. La España del folletín, la del melodrama, no estaba sólo presente en esas pasionales novelas por entregas, ni en las canciones, ni en las novelas radiofónicas, viaja –¡y perdura!– como un polizón en cada expresión de la cultura popular.
En esta primera entrega de la novela de Mario D'Ancona, siguen presentes los mismos martirios para la protagonista, que en esta ocasión –y quizá representando el espíritu republicano– se enfrenta a la traición del que cree su esposo y, sobre todo, de la cruel y manipuladora "marquesita de Vegaclara", la prima de su amado, que organiza un matrimonio de conveniencia con el joven. La belleza de la antagonista, quizá equiparable a la de Amelia, queda ensombrecida por "las facciones algo duras y la mirada altanera y despreciativa". Habla con su tío –a la sazón, conde de Casalta y padre del infiel– sobre la necesidad de que el matrimonio se celebre cuanto antes, ya que el joven parece algo confuso a la hora de reconciliar su recién nacida pasión por la marquesita con su pasado, en el que Amelia y sus dos niños mellizos le sonreían con entrega y devoción. "Prefiero que se muera a que se case con una mujer que puede ser hija de un verdugo o de un criminal", llega a asegurar el decepcionado padre, antes de alabar a su sobrina por su alta alcurnia: "Eres de mi raza, de mi estirpe, de hombres y mujeres fuertes y heroicos". En la escena en la que Amelia está a
punto de descubrir cómo el padre de sus hijos estaba a punto de contraer
matrimonio con su prima, la compasión se apodera de los vigilantes
de la entrada y de una lavandera justiciera que “era la mujer del pueblo, toda
corazón, que se indignaba al ver el crimen que sus señores iban a cometer con
una pobre madre y unos niños. La lavandera de la casa era mucho más noble que
sus aristócratas señores” –apostilla el narrador–, por lo que la protagonista al fin puede entrar junto a sus retoños, provocando un síncope en el confuso novio y desmayándose ante la cruel escena. Cuando recobra el conocimiento, la madrecita sabrá que le han quitado a uno de sus hijos "lo retienen como prenda de su silencio y resignación al sacrificio que le imponen el egoísmo del conde de Casalta y el interés de la marquesita de Vergara", anuncia el prólogo. Así, con este trágico final, Amelia pasará de ser la mojigata protagonista a convertirse en una heroína, fiera e imparable, que luchará hasta el fin de los días para que le devuelvan a su niño.
La trágica escena final |
Nota final y curiosa recomendación editorial |
Montalbán ya lo advertía: "Esta crónica sentimental se escribe desde la perspectiva del pueblo, de aquel pueblo de los años cuarenta que sustituía la mitología personal heredada de la guerra civil por una mitología de las cosas: el plan blanco, el aceite de oliva, el bistec de cien gramos, el jabón bueno, un corte de buen paño". Ese pueblo de silencios obligados que se vio en la necesidad de dejar atrás aquel pasado lúgubre que gemía sin que nadie lo pudiese mencionar ni consolar, propició que esta generación muda convirtiese lo cotidiano y el presente en un canto a la vida, el único canto que podían entonar. La dignidad, la bondad y el trabajo era lo único que les quedaba a las heroínas del pueblo, incluso antes de que la posguerra llegase entonando un olvido impuesto y doloroso. La crónica sentimental de España, aún a día de hoy, no tiene punto y final.
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martes, 3 de diciembre de 2013
Un poco de intrascendencia
Hay algo
pretencioso en todo comienzo, especialmente cuando se escribe: un afán de seducir,
de mostrar el sugerente canalillo que dejan entre sí las letras, ese hueco de
silencios en el que se acomodan las pomposas palabras y por el que deseamos que
se deslicen, sin mirar a los ojos del autor, las miradas de los lectores. En
los días de humildad –solo aparente– uno otorga el arranque a la cita de
autoridad, como cediendo el honor a quien se admira, a esa frase reveladora que
no es más que uno forma de facilitar el temido comienzo y, de paso, demostrar
que además de escribir, uno puede incluso instruir –aunque sea con los pechos
de otro, con escotes más generosos–. Pero en los días de gracia, no resulta difícil
que la duda larriana nos asalte y antes de pensar en ese “querido lector” al que todos apelamos una
se plantee ¿por qué comenzar con tal afirmación –convertida casi en prejuicio–
y no flagelarse directamente con la pregunta básica: “¿es que hay alguien ahí?”.
Pese al esmero, la cuestión, desde luego, adolece de originalidad: ya el propio
Larra, antes de que lamentase –y le venciese– aquello de que “escribir en
Madrid es llorar”, aseguraba que “el público es el pretexto, el tapador de los
fines particulares de cada uno” en su artículo “¿Quién es el público y dónde se
encuentra?”.
Desde luego, en días como hoy, en los que el espíritu pulula con
más garbo hacia las temblorosas anotaciones de los márgenes, las indelebles
manchas de aceite y la lágrima de vino en el papel que sobre el renglón
mecanografiado, una prefiere pecar de soberbia y reducir la escritura a excusa,
a ataque de rebeldía. Afán, eso sí, espoleado por el artículo de Isabel GómezRivas sobre Julio Camba en Jot Down. No me resisto a incluir la gran cita –no
apta para pudorosos– con la que el periodista gallego resumía su modus operandi
a la hora de escribir un artículo: “Yo me encierro por las tardes en un cuarto
con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro
cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo
sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y
escaso, pero siempre sale”. Lo que más me conmueve de la cita es la innegable
intrascendencia con la que Camba se revela contra el oficio: ¿no es, acaso, desprendiéndonos
de tal responsabilidad cuando el ejercicio se puede afrontar con la
libertad que requiere su práctica? La afirmación, aunque parezca inocente, coloca
a una en el dilema hamletiano: ¿dejarse llevar por el romanticismo larriano
o por la pose descreída de Camba? Y lo que es peor, según plantea en su
artículo Gómez Rivas: ¿aferrarse a una juventud impostada o dejarse llevar por
el agnosticismo de la senectud? Negar que hoy entre el “Yo y mi criado. Delirio
filosófico” que Larra escribió en la Nochebuena de 1836 –tres meses antes de su muerte–
y el “Yo y mi sirviente (El repórter es mi sirviente) que Camba publicó en
octubre de 1906; he de reconocer mi querencia por el segundo, por esa fina
ironía con la que, digámoslo toscamente, se orina sobre la profesión
equiparando la intrascendencia –la labor efímera– del mozo que barre y el
periodista que escribe. Para ser justos habría que aclarar que ese Larra
decadente de finales de 1836, se me antoja hoy afectado, como si su patetismo
dejase de ser una herramienta de acidez prosaica para convertirse en un triste
convencionalismo. Su superstición hacia la Nochebuena y, en
general, hacia los 24 de cada mes –fecha fatídica en la que él mismo nació–, convierte
el día que le antecede en un preludio amargo y, al que le sucede, en una tensa
inquietud, y así transcurren las horas
cansadas, girando en torno a una negrura que no hacía más que preconizar un
final injusto y desesperado.Larra –el
grandilocuente– representa hoy los ideales; Camba, la conciencia impertinente,
la sonrisa sarcástica e incómoda. Conviene no olvidar nunca qué cerca está el
primero del suicidio y qué poco necesitamos a veces para acomodar al segundo en
una confortable suite del Palace.
Inmersa en
esta ciclotimia periodística entre Larra y Camba de quien prefiero acordarme
hoy del tierno protagonista de “Afirma Pereira” (Leya), de
Antonio Tabucchi. Ese dinosaurio periodístico anclado en su trinchera
literaria, escupiendo críticas con pretensión didáctica sin darse
cuenta de que el mundo era otra cosa: aquella locura fascista, la sangre sobre
los melones en el mercado, la voz irreverente de Monteiro Rossi –que no
es más que la juventud ahogada, la respuesta impertinente– empeñado en escribir
sobre autores comprometidos y comprometedores... Lo más fascinante de la novela
de Tabucchi no es la maravillosa naturalidad con la que evoluciona el
personaje, sino todo lo que queda sin resolver: a quién confiesa Pereira su
historia, cuáles son sus verdaderos sueños –los que él cree que nunca han de
revelarse–, cómo fue esa infancia que evoca, pero de la que no habla “porque
nada tiene que ver con esta historia”... El atractivo de Pereira es que su
narración, como la de todos, se construye también con silencios forzosos. Entre
sus reflexiones, me enternece cómo un católico como él, reflexivo hasta la
espina, comienza a encerrarse en su soliloquio hasta verse en un laberinto sin
respuesta: “Había una cosa a la que no conseguía dar crédito: la resurrección
de la carne. En el alma, sí, claro, porque tenía la certeza de poseer un alma,
pero toda aquella carne, aquella grasa que envolvía su alma, pues bien, esa no,
esa no volvería a revivir, ¿y por qué?, se interroga Pereira. Todo aquel unto
que lo acompañaba cotidianamente, el sudor, la fatiga al subir las escaleras,
¿por qué deberían resucitar?”. Aquel día de 1938 en el que arranca la
narración, Pereira, sin darse cuenta, comenzaba a ser otro, o quizá a ser él
mismo, pero de otro modo. La teoría de la confederación de almas le avalaba:
“Acreditar que somos una unidad independiente, destacada de la inconmensurable
pluralidad de nuestros propios yo, representa una ilusión, quizá ingenua (…)
el doctor Ribot y el doctor Janet ven la personalidad como una confederación de
varias almas, porque la verdad es que tenemos varias almas dentro de nosotros,
una confederación que acepta el dominio de un yo hegemónico”.
Esa camaradería
esquizofrénica, conmovedoramente posibilista –todos somos resultado de un
compendio y, a la vez, tantos “yo” posibles– ayudan a este viejo escribiente a
argumentar su cambio de perspectiva, tan necesaria como inevitable. Quizá,
cobijada en su experiencia, me resulte menos doloroso afirmar que de Larra a
Camba, pasando por Pereira, una se haya hecho un poquito más descreída, puede
que incluso –con fortuna– un poco más incómoda. Sentirse así, menos
intrascendente y grave de lo que acostumbramos a hacerlo, puede que nos ayude a ver que la
escritura, a veces, no es más que deslizar una y otra vez tus manos cariñosas por el cabello que se aferra, muerto, a las cerdas del cepillo. Sí, puede que no dé placer a nadie, pero ¿y lo que relaja?
miércoles, 20 de noviembre de 2013
Savater, el pensador incómodo
El renglón torcido siempre resulta ser ese primero y escurridizo que se resiste a abandonar los límites de la mente para transfigurarse en el papel, para manchar su impecable superficie y perder con ello esa segura y cálida grandeza que le confieren las fronteras del pensamiento. El aliento gélido que empapa al país estos días es un lastre para las ya de por sí amodorradas manos del escribiente, siempre en busca del reconfortante calor del silencio, siempre queriendo sentirse presas, así, la una con la otra, para no vomitar palabra alguna sobre el teclado, para dejarse llevar por ese fuego narcótico que desprende la piel... Pero, al margen de los violáceos delirios que el frío pueda dibujar sobre ellas, la lectura puede ser un refugio y la excusa perfecta para cobijarse bajo la manta y colonizar el sofá. Eso sí, Figuraciones mías (Ariel), de Fernando Savater, no invita precisamente a adormecerse, sino a arañar la curiosidad del lector incitándole a ser partícipe de sus reflexiones. El libro recoge una selección de artículos periodísticos –el aquejado género al que el autor ya supone el rigor mortis de un cadáver– y se divide en tres partes: "Admiraciones", en la que desgrana algunas de sus pasiones lectoras, "La dificultad de educar", donde aborda aspectos sobre la enseñanza pública y "Envueltos en la red", en la que escribe sobre el ciberespionaje y la propiedad intelectual, entre otros.
Poco dado a la displicencia, el aplaudido autor de Ética para Amador demuestra una vez más ser uno de esos padres intelectuales a los que siempre se puede recurrir para encontrar un comentario lúcido y sereno, aunque, al igual que ocurre con los progenitores biológicos, a menudo se tengan demasiadas objeciones a sus razonamientos. De hecho, Savater conjuga el encanto del pensador incómodo: lo mismo ofrece argumentos a las posiciones más conservadoras, que defiende la educación laica y la asignatura de Educación para la Ciudadanía, para disgusto de Rouco Varela. En palabras del autor de Figuraciones mías: "Uno puede envidiar la fe como puede envidiar a quien está borracho, porque mientras le dura ese atontamiento exaltado se siente a gusto."
Pero, dejando a un lado los temas más polémicos –entre los que se incluyen juicios sobre los nacionalismos, a los que el filósofo aplica la genuina "moral del pedo" (que acuñó Ferlosio) para referirse al inmovilismo de algunas convicciones, ya que, para muchos "sólo huelen mal las de los otros"–, que no dejarán indiferente al lector; a mi juicio, la parte más interesante de este recopilatorio es, aún a riesgo de desdeñar su opinión sobre temas candentes de la actualidad, la que se refiere a su faceta como lector. Lejos del complejo de escritor y del impertinente alarido del filósofo, ese Savater arrodillado antes los grandes se me antoja más magnánimo y certero. Especialmente, por debilidad de esta Trilby, me resultaron muy atinados sus comentarios sobre Virginia Woolf, no sólo en los aspectos de mayor consenso entre los literatos –"no hay una 'literatura femenina', a efectos críticos, pero sin duda ha habido una larga lucha femenina para abrirse paso en la literatura monopolizada y dirigida por la autoridad de los varones. Si hoy, afortunadamente, esa batalla está ya decidida y han ganado las buenas, a pocas personas debe tanto ese triunfo como a Virginia Woolf. Llamarla 'escritora' a secas es poco, porque fue en toda la extensión del término una 'mujer de letras', una humanista en el sentido más moderno e innovador de esa calificación", escribe Savater–, sino en los que revela su más sincera admiración, desde la humildad de un lector encandilado –¿ y apabullado?– por la inigualable autora de Las olas. "Ninguno de quienes la hemos amado a través de la lectura podemos consolarnos de no haberla oído conversar", asegura Savater. Pero si hay una reflexión que me ha conmovido es, sin atisbo de duda, la que se refiere al fallecimiento de la escritora británica. El filósofo opta, como prefiere cualquiera que haya sentido el pulso vitalista e inconfundible de la obra de Woolf, por desmitificar y contextualizar su suicidio en el río Ouse: "No conozco escrito más emocionante –intelectualmente emocionante, no sólo sentimental– que la carta de despedida a su marido Leonard cuando decidió suicidarse. Acaba con la frase más terrible y sincera ('No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que hemos sido tú y yo'), la declaración estremecedora de que ni siquiera la felicidad basta. Lo que más tememos oír. Y comienza: 'Siento que voy a enloquecer de nuevo'. Pero no se trataba solamente de un pánico por la cordura personal. Los nazis amenazaban con invadir Inglaterra y la tenían en la lista de personalidades que debían ser eliminadas cuando dominaran la isla. Ella presintió que formaba parte natural e inevitable del enemigo de los bárbaros y que era en realidad Europa la que iba a enloquecer de nuevo." Así, elevada a metáfora, convertida en un trasunto de esa Europa agónica y delirante, la muerte de Woolf vuelve a dar pie a los argumentos más románticos, aunque no deje de ser, desgraciadamente, el precipitado punto y final con el que se cerró su biografía.
Savater junto al busto de Virginia Woolf |
Será por ese indudable misterio que envuelve los designios de la Parca, la muerte, inevitable, circunstancial, parece empeñarse en querer definirnos. Como Savater comenta en otro de los artículos, "El Averno, la casa de todos", hay una suerte de "ciudadanía forzosa" que distingue e identifica a quienes han transitado por el inframundo. Según recoge Savater, citando el relato de Leónidas Andreiev sobre la resurrección de Lázaro, "el beneficiado nunca dejó de inspirar sobresalto por su inconfundible aroma al más allá". Resulta tan curioso –como fácil de imaginar– pensar en ese Lázaro devuelto a la vida para sufrir el repudio –y el recelo– de sus vecinos, que una se plantea si el reverso cruel de los milagros no será una efectiva forma para que aceptemos, pese a todo, las ventajas de la finitud. Aunque, con el permiso del filósofo, puede que sólo sean figuraciones mías.
miércoles, 6 de noviembre de 2013
Libros que nunca quisieron ser escritos
Esos extraños días de reflexiones sonámbulas, de inquietudes desmayadas a
los pies de la cama, resultan ser en
ocasiones la mejor atmósfera en la que elaborar una clasificación de libros más
allá de géneros y otras etiquetas comerciales. Hay algunos ejemplares que, como
si formasen parte de la colección de un taxidermista, sólo sirven para adornar
y mostrar a las visitas la mueca absurda de su presencia. También están los libros tímidos –que siempre pasan
inadvertidos–, los evocadores –que conservan en
sus tapas la secuela de algún recuerdo–, los regios –pomposos tomos a
los que todos hacen reverencias–, los temidos –que desloman con
su obesidad la rectitud de las baldas… Y así un largo etcétera hasta llegar a una
categoría singular: los que nunca quisieron ser escritos. Son fantasmagóricas anomalías, dolorosos engendros
que brotan lejos de las fronteras de la imaginación: allí donde la realidad les
otorga talante de tragedia. Dentro de los relatos autobiográficos, este
subgénero herido que muchos han llamado literatura
del duelo constituye generalmente un punto de inflexión en la trayectoria
de sus autores. Si Mortal y Rosa (1975),
considerada una obra cumbre del siglo XX, permitió a Francisco Umbral descubrir la
hiriente belleza de lo que él mismo calificó como “memoria simultánea” –al
revivir a su hijo fallecido–; la pérdida, eternizada a través de las páginas, continúa
propiciando excepciones y rarezas en la trayectoria de escritores tocados por la
muerte, que se asoman al abismo de la desesperación cargados de palabras para
henchir la tripa de ese monstruo que amenazan con devorarlos.
Así lo describe
Francisco Goldman en Di su nombre (Sexto
Piso), el libro que escribió tras perder a su esposa Aura Estrada en un trágico
accidente en las playas de Oaxaca. Una novela dictada desde la locura, escrita
desde ese borde patológico en el que la literatura pierde su aliento terapéutico
para convertirse en una prisión de frustración y llanto. Violento, herido,
evocador, nostálgico, rabioso, un Goldman atormentado por la culpa y la pérdida
resucita a Aura para que el lector se enamore de ella, de su brillante mente y
de sus desequilibrios e inseguridades, y eterniza su recuerdo para intentar echar
un pulso a la muerte. "Abrázala fuerte, si está contigo. Abrázala fuerte –pensé.
Respírala. Ése es el consejo que doy a todos los vivos. Respírala. Mete la
nariz en su pelo. Respírala profundamente. Di su nombre. Siempre será su
nombre. Ni siquiera la muerte te lo puede robar", escribe. Libro duro y de
difícil digestión, este paseo por los arrabales de la desesperación se
convierte, al final, en un canto a la vida.
Aura Estrada y Francisco Goldman el día de su boda |
Una idea que también está presente
en La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), una obra en la que Rosa Montero evoca la pérdida de su
pareja, Pablo Lizcano, a través de retazos biográficos sobre Marie Curie, a quien
sorprendió la viudez después de que su marido Pierre fuese atropellado por un
coche de caballos. Más pudorosa que Goldman –al fin y al cabo, la Premio Nobel
polaca se acaba convirtiendo en una excusa para redimir sus propios recuerdos– Montero
demuestra una vez más que es en la realidad, en su hábil forma de abordar los
periplos vitales, donde se encuentra su mejor literatura. Su capacidad de hacer
del ensayo una adictiva novela es, a juicio de esta Trilby, uno de sus aspectos
más atrayentes como autora. Lo demostró en obras como La loca de la casa, Historias
de Mujeres y Amantes y enemigos, su forma de diseccionar perfiles biográficos y
convertirlos en una insaciable fuente de curiosidades y anécdotas en las que
vernos reflejados constituyen una de sus mejores armas narrativas. A pesar de
que la escritora, embriagada por los efluvios de la fantasía, suele preferir la
novela como terreno de batalla, a excepción de Historia del Rey Transparente,
ninguna de sus ficciones ha conseguido disparar mi síndrome de abstinencia
tanto como sus perfiles vitales. En mi humilde juicio, la imaginación es algo
más que dibujar fábulas, se trata de esa capacidad mágica que permite trazar puentes
entre dos orillas de la realidad que nadie hubiese unido jamás. Sus prejuicios
con el género quedan claros desde el principio. “Confieso que, durante muchos
años, consideré que era una indecencia hacer un uso artístico del propio dolor.
Deploré que Eric Clapton compusiera 'Tears in Heaven' (Lágrimas en el cielo), la
canción dedicada a su hijo Conor, fallecido a los cuatro años de edad al caer
de un piso 53 en Nueva York; y me incomodó que Isabel Allende publicara 'Paula',
la novela autobiográfica sobre la muerte de su hija. Para mí era como si
estuvieran de algún modo traficando con esos dolores que hubieran debido ser
tan puros”, escribe Montero, quien, sin embargo, reconoce que “en el origen de
la creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno”. Es en estas
contradicciones donde la autora se revela especialmente vulnerable, como
resistiéndose a narrarse, a pesar de que es en esa belleza mundana que tan
maravillosamente percibe donde conecta mejor con el lector: “No hay nada
ridículo en la #Intimidad –ya hablaremos en otra ocasión si la forma de
etiquetar las palabras clave como "hashtags" marcará un original punto de
inflexión en la literatura–, no hay nada escatológico ni repudiable en ese
lento fuego doméstico de sudor y de fiebre, de mocos y estornudos, de pedos y
ronquidos. (…) La #Intimidad: no tener muy claro donde acabas tú y empieza el
otro”, relata. Montero es una cuentista en sentido rígido: su voz se introduce
en tu mente y no deja de narrar jamás. Pero, ¿no hay en esta reflexión una
clara intención de reflejar que el autor escribe por un afán de inmortalidad?
¿Acaso no quiere decir que mantener su recuerdo vivo, luchar contra las
neblinas del olvido, es también una manera, nada egoísta, de soñar la
eternidad?
Mucho de esto está presente en La hora violeta (Mondadori), la
desgarradora carta de amor –no se puede clasificar de otro modo– que Sergio del
Molino dedica a su hijo Pablo, fallecido a causa de un cáncer. “Estamos en el
laberinto del dolor, y eso quiere decir que estamos solos. El dolor asusta a
los demás, damos miedo”, escribe. Se trata, en muchos aspectos, de la búsqueda
de un autor falto de palabras que definan su pérdida (un hijo sin padres es
huérfano, un hombre sin esposa, viudo… pero un padre que ha perdido a su niño, ¿qué
es?), y acaba convirtiéndose en un fascinante viaje, en el que esa paternidad arrebatada,
despierta un inconmensurable dolor, pero también un maravilloso vitalismo. Y es
que, aunque hay quienes atribuyen al oficio de escribiente poderes
reconstituyentes, como si las palabras pudiesen convertirse en una suerte de
engrudo con el que pegar los pedazos de un corazón devastado, la realidad es
que el duelo –también el literario– no es más que rasgar con la pluma los recuerdos
privados, esas escenas que el temor comienza a desdibujar en la memoria. No
sólo supuran su llanto y su sangre: se han hecho inmortales. Por eso, estos
autores, más que nadie, conocen a la perfección ese sentimiento patentado por Bartleby,
el obcecado personaje de Herman Melville, que repetía insistentemente “I would
prefer not to” (“Preferiría no hacerlo”) y, sin embargo, siguen escribiendo.
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domingo, 3 de junio de 2012
¿Era frígido Buster Keaton?
"Buster ama mal, su expresión afectiva se ha quedado inválida. Con movimientos toscos se acerca hacia mí como un boxeador de peso pluma que ha perdido su capacidad de coordinación. Las manos que se mueven por mi espalda son las de un huérfano embutido al vacío que en las horas de claridad de la madrugada me penetra como si estuviera alienado.
Pero válgame Dios, ¡lo que te hace sentir! Su zanahoria parece estar hecha a medida para mi rallador, la lluvia ha preparado un lugar húmedo y mullido para su rábano. Tengo que agarrarme a la mesa cuando lo recuerdo."
Éstas son las declaraciones de Daryl Valley-Keaton, la mujer de Buster Keaton. O, mejor dicho, éstas son las intimidades que el escritor finlandés Kari Hotakainen supone confesando a esta imaginada esposa de Keaton que, en realidad, no es Natalie Talmadge, ni Mae Scriven, ni Eleanor Norris, las únicas tres mujeres que consiguieron que el legendario actor de cine mudo pasase por la vicaría. Pero lo cierto es que en el libro Buster Keaton: Vida y obra (Meettok, 2009), al contrario de lo que parece sugerir su título, los aspectos biográficos son lo que menos importa. Aquí se trata de fabular sobre la realidad, arrastrando al lector en un juego de rocambolescas metáforas y reflexiones puestas en boca del actor y de todo un elenco de secundarios que abalan lo inverosímil: Porque ¿qué diría Buster Keaton si tuviese voz en nuestros días? ¿Y qué dirían de él sus padres, su hijo, el portero del edificio donde se crió, o el mismísimo Clint Eastwood?
Aunque muchos sostendrán que no es la primera intromisión de Buster Keaton en nuestros días (veáse que se cuentan por decenas las personas que creen ver en el jugador del Real Madrid, Mesut Özil, un trasunto del impasible intérprete de "El maquinista de la general"), Hotakainen ya fabulaba con esta idea en 1991, cuando consiguió publicar su libro en Finlandia. Así pues, la novela se convierte en una original y monstruosa alegoría en la que, en realidad, hablar de Buster Keaton o de Charles Chaplin resulta indiferente porque lo importante es la filosofía de vida que despierta el personaje y con la que el autor elucubra: "Se aferran a mí porque yo no me aferro a nada", comenta Hotakainen en el prólogo que el Buster que tiene en su cabeza hubiese escrito. En realidad, el libro podría resumirse en una concatenación poética de elementos pseudobiográficos en los que, intentando describir el "yo" íntimo de Buster, de ese rostro hermético que conquistó a generaciones, se llega a tocar con certeza la intimidad del lector. "En mis momentos oscuros soy mister nobody, un don nadie, el sillón violeta de un hotel gris, resistente pero preso de su carácter concienzudo, y por lo tanto insulso."
Toscas, obscenas, novedosas o, simplemente, bellas, las asociaciones de ideas que dibuja Hotakainen poseen una capacidad de fascinación que no está al alcance de cualquier escritor. "[Buster] No se mete en tu vida como si fuera una excavadora, sino que se desliza en el buzón, como si fuera un anuncio. Por la mañana encuentras en el suelo de tu vestíbulo unos zapatos puntiagudos de la talla 43, y desde la cocina se escucha una voz que pregunta: '¿Dónde guardáis los filtros del café?'" Con escenas cotidianas, que elevan los objetos a la categoría de reliquias metafísicas, el autor encuentra en la trivialidad y la rutina una forma de conducir el lenguaje a un desternillante y caótico universo en el que todo parece sacudirte e invitarte a despertar. "El amor no se ve tampoco en la vida real, está en la frase subordinada, en el bajo de la falda, en el dobladillo del pantalón. Se ve mejor cuando no está."
Eso sí, en determinadas partes del libro, el humor ácido e hiriente corre el riesgo de no funcionar llegando a convertir el libro en un juego de buenas intenciones en el que la empatía desaparece al tiempo que personajes como Arnold Schwarzenegger, Chaplin o Clint Eastwood se pasean por la trama sin demasiada gracia.
Planteada como un híbrido entre el relato documental, la autobiografía y la sucesión de testimonios, en general, la novela tiene un gran poder evocador y constituye una acertada radiografía del patetismo humano y de esa grandiosa comicidad que oculta y que, parece, sólo es perceptible por el ojo ajeno:
Eso sí, en determinadas partes del libro, el humor ácido e hiriente corre el riesgo de no funcionar llegando a convertir el libro en un juego de buenas intenciones en el que la empatía desaparece al tiempo que personajes como Arnold Schwarzenegger, Chaplin o Clint Eastwood se pasean por la trama sin demasiada gracia.
Planteada como un híbrido entre el relato documental, la autobiografía y la sucesión de testimonios, en general, la novela tiene un gran poder evocador y constituye una acertada radiografía del patetismo humano y de esa grandiosa comicidad que oculta y que, parece, sólo es perceptible por el ojo ajeno:
"Lo ameno tiene que ocurrirle al otro, uno mismo no lo notaría. Es mejor que el portero resulte cómico a quince metros de distancia, uno no puede distinguir lo ameno en si mismo, ya que no se está ni siquiera a un centímetro de distancia de uno mismo. Por eso hay que desarrollar una habilidad especial para poder verse desde lejos. Inténtalo por todos los medios, abandónate en una esquina de la calle, después vete al bar más cercano y obsérvate desde allí: ¿ves ya cómo andas, lo ridículo que resulta tu sombrero, lo embarazoso que te sientes, como esperando que alguien te atropelle, se case contigo o te venda un inmueble?"
Con todo, se entiende porqué Kari Hotakainen (quien, por cierto, sufrió un aparatoso accidente de tráfico el pasado mes de marzo) se ha convertido en una de las voces más singulares y reputadas del panorama literario finlandés consiguiendo cultivar con éxito diferentes géneros (poesía, teatro, novela e, incluso, guión). En su estilo se percibe una inalterable la virtud poética y una conmovedora imaginación capaz de inocular en el lector un sinuoso universo en el que la sonrisa vaga entre la fábula y la tragicomedia.
Kari Hotakainen (fuente: iltalehti.fi) |
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