Todo luto tiene algo perverso alicatado en la oscuridad de la vestimenta. El duelo es más firme cuanto más negros avanzan los días, cuanto más lejano parece aquel ocaso, cuando uno ya ha asimilado una pérdida irremediable y asume, que ninguna espera traerá de vuelta los días de color.
Creo que hasta ayer todavía tenía la esperanza de despertarme, de tomar como un sueño la muerte de Francisco Ayala, guardián literario, guerrero diáfano de letras y tinta. Con él veo que el camino hacia la necrópolis se lleva a un testigo, a un amigo, a una voz, a un donjuán de la fantasía.
Tan sólo hace unos días me hallaba ingenua, lanzando lianas y abriendo puentes entre La deshumanización del arte de Ortega y Gasset y su texto Cazador en el Alba... fascinada por su capacidad, abrumada por un soberbio dominio del lenguaje y la narrativa que lo ha capacitado para triunfar hasta en las áridas tierras de lo experimental. Si España pudo ser testigo de una literatura de vanguardia se debe a nombres como el suyo, como el de Benjamín Jarnés, como el de Antonio Espina o como el de Rosa Chacel... cuyos ecos se antojan tan lejanos que parece increíble que hayamos atesorado tantos años al literario secular. Ayala, el mismo que conoció a Ortega, que simpatizó con Azaña, ése granadino que, a pesar de todo, se definió siempre independiente y cuando hubo de mostrar su compromiso, regresó de Chile para defender su ideal democrático.
Pertenecía a esa esfera de deslumbrantes ilustres, a ese escaparate selecto en el que los grandes pensadores de otra época hicieron de su inelectualidad un compromiso social. Y en lugar de desdecender de su torre de marfil, prefirieron intentar elevar a España -Oh! esa España humilde y castigada- hasta su atalaya de progresos. Y con el cuerpo aterido por el frío de los años, con el temblor innato de la cercana muerte, su pensamiento se mantuvo lúcido y gallardo... tanto que, es cierto, semejaba un ser inmortal.
Pero como él mismo describía en Cazador en el Alba “la pianola realizaba a conciencia su trabajo digestivo, tranquila, en un rincón”. Y así devino lento y aquejadumbroso -como si no se lo quisiese llevar- ese fantasma cetrino que ha inspirado este óbito. El corazón de la literatura se ha quedado frío, mudo, ha sentido la taquicardia y el temor y el viento en las tardes heladas arrancando de los árboles “aceradas hojas de Gillette”.
El consuelo del escritor es siempre triste y su luto, eterno. Porque su espectro, su ser deshilachado en palabras, todavía puede oírse y sentirse en el irremplazable legado de su escritura.
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