Sucede a veces que la autoconciencia guarda un fondo de repugnancia, un eco devastador que nos conduce hacia las llamas y al ensordecedor crepitar del abismo existencial, el laberinto de los miedos, la náusea de la esperanza regurgitando el eco de su ausencia. Escribir es locura, al igual que existir.
Para el último premio Nobel de Literatura, Jean-Marie Gustave Le Clézio, la vida aparece difamada entre los retales de la fe, compactada forzosamente por las alcayatas de esas pueriles ilusiones que fabricamos de forma incesante. La vida, alejada de su laberíntico estado de conciencia terrenal, de la certeza de mortalidad, se presenta con la hiriente fragilidad de los términos para engañar a los sentidos. Las “condecoraciones” literarias, los galardones de la envergadura de un Nobel, no cambian el tallaje de las obras, ni reconocen o dan mérito a la maestría de los escritores más allá de su gracia innata que, como escribientes, sólo puede valorarse con el sereno deslumbramiento que produzcan sus textos. Pero para lo que sí sirven estos premios literarios, sin duda alguna, es para inyectar una dosis comercial a libros descatalogados, para reactivar esa cadena polvorienta que, como el arpa olvidada de Bécquer, permanecía en el letargo, lejos del interés mercantil. Sin embargo, hay algo más bello en ese hecho: dar la llave a generaciones ausentes hasta entonces, acceder al escritor en sus comienzos, nos permite ahora volver nuevamente a la base de su escritura y fingir ser coetáneos de la publicación de aquella novela, El diluvio (Le Déluge), escrita en 1966 y reeditada por Seix-Barral en 2008.
Cuando Le Clézio escribió El Diluvio, obra posterior a El atestado (1963) y La fiebre (1965), andaba todavía experimentando sobre la escritura, el metalenguaje, la locura, el miedo y la libertad con sus alas mermadas por el temor de la elección perpetua. Representa, en este sentido, ése existencialismo francés abundante en los textos de Sartre. El filósofo francés también fue elegido para obtener el premio Nobel de Literatura aunque, haciendo hueco a las curiosidades, Sartre lo rechazó al considerar que la intermediación de las instituciones entre el hombre y la cultura extralimitaba lo admisible por su conciencia existencialista. Al margen de lo anecdótico, en las cosas más insignificantes, en los paseos más monótonos, aparecen en ocasiones, rutilantes, los ojos del abismo, el epicentro del terremoto arroyando con la seguridad, la lucidez iluminando el precipicio o, quizás, empujando directamente hacia su boca de sombras. “Todo esto recordaba un poco, si se quiere, a un árbol gigante, milenario, tan pesado y tan grande que poseyera muchas más características del reino mineral que no del reino vegetal. Entre estos dos reinos la distancia era ínfima; habría bastado un soplo, la traición de un botánico, por ejemplo, para cambiar de reino a este árbol. Y, mientras tanto, a pesar de las apariencias, la vida aún lo poseía, hacía siglos que había cesado de agitar sus ramajes, hacía siglos que no renovaba sus hojas, y que no crecían sus raíces. Pero aún existía. En los más íntimo de su coraza, en pleno tronco, aún palpitaba una especie de nudo de madera, y se agrandaba y cerraba su lazo, reposando las fibras desechadas en una décima de milímetro (…) el ribete entre la vida y la muerte había devenido tan estrecho, en este tiempo, que a cada segundo se esperaba vagamente que se rompiera.” Así ahonda Le Clézio en las palabras, así vibran en su contenido todos los significados que van más allá de lo cercable por el entendimiento. Dicen los críticos que Le Clézio reúne lo mejor de los escritores franceses de todos los tiempos, sin duda un arrogante envoltorio para presentar un obsequio literario. Particularmente, defiendo la validez más allá de las comparativas y lejos de mi incapacidad para hallar algo más que vagas conexiones entre Le Clézio y otros grandes del país galo, como Flaubert, sí es fácil, sin embargo, encontrar el soporte existencialista que sostiene y ruge en El Diluvio. La libertad en su sesgo de condena, la conciencia del individualismo y el dolor de una vida que no es más que un tránsito hacia un sino fatal. Se puede respirar cierta pudor al belicismo, el miedo que estruja a la humanidad en sus cadenas de acero, el sentido de fragilidad atusando los destinos. La experimentación lingüística de Le Clézio en esta obra llega a rozar el barroquismo, retorciendo sentidos y simbología, mezclando sonidos y plasticidad.
En el camino de sus páginas, El diluvio presenta también ínfulas de distopía, acariciando ese estilo de pesismismo literario que Ray Bradbury ensalza en novelas como Fahrenheit 451. “No habrá fin, del mismo modo que no ha habido principio”, cita Le Clézio, presentando credenciales al recuerdo de Don Fancisco de Quevedo Villegas cuando advertía al escribir “lo que llamáis morir es acabar de vivir, lo que llamáis nacer es empezar a morir: así como lo que llamáis vivir, es vivir muriendo”. Subyace, por tanto, algo de suicido literario en Le Clézio que desvela a través de su protagonista, François Besson, columna narrativa de El Diluvio, que vive atormentado por el ánimo y el libertinaje creador, por los múltiples caminos que se abren, en un abanico de angustiosa indecisión, en su recorrido por las calles de la ciudad. Es díscolo y descreído, no pretende escribir ni hacer nada bueno, y a la vez, cree alcanzar el prodigio en cada acción. François Besson es el propio diluvio que da nombre a la obra. Feroz, implacable, destructivo, incontenible. Como el agua misma, sólo fluye y quiebra. ¿Qué es sino un diluvio? Un cruel eufemismo para disimular la monstruosidad del agua, que se diluye en su fragmentación, gota a gota. Y en esos pequeños suspiros de agua, de apariencia frágil, se libera toda la furia creadora y toda la densidad devastadora. El diluvio, con su endeble cuerpo hídrico, nos convierten en víctimas de la erosión, pequeñas estalagmitas amenazadas por estalactitas, como infinitas espadas de Damocles que se ciernen con sus estructuras cálcicas, suspendidas constantemente sobre nuestras vidas.
Como historia argumental, de giros y cabriolas, de sorpresa y emoción, no es quizás El diluvio la novela en la que esta Trilby que les habla se enredaría para examinar cada recoveco, o en la que se fascinaría cualquier ingenio imaginativo. Más bien es otra cosa, el deleite de los sentidos, el progreso de las letras una tras otra, no amontonadas, sino como breves puntos de un cuadro impresionista que al aproximarse uno sobre otro, al rozarse en la visión desde la lejanía, consiguen dejar la impronta de un lienzo que eleva los sentidos al placer.
Hay una especie de paralelismo entre la vida y la escritura y todo esto es palpable en esta obra de Le Clézio. Sendas dicotomías, ráfagas de oxígeno y oscuridad, la atmósfera del escritor que divaga entre fantasías deshaciendo el idilio entre los labios de la pluma; y, luego, ese reducto que es la realidad azotando cada pensamiento en su cubículo asfixiante, frenando el libre flujo de la imaginación. La irreprimible curvatura de la biología en su tiento desconsolado hacia la muerte. Es cierto que los dientes del desasosiego comienzan a morder las membranas amuralladas de tu joven corazón ilusionado; y, si de cobardías se trata, a veces, cree esta Trilby, mejor es no leer siquiera si el asedio puede perturbarnos, mejor sería no atreverse a recomendar y clausurar el paso de El diluvio más allá de la estantería del olvido. Sin embargo, pese a esa atmósfera de desconciertos, de ruidos y flechas, de sirenas y guerras que podemos encontrar en esta primera etapa creadora de Le Clézio, también hay algo armonioso que se eleva por encima de la historia, algo que alivia y estimula los sentidos: el propio desfile de palabras, el deleite mismo de su literatura, cada escena transcurre lenta, detallada, en el minucioso y delirante juego de la pintura, como una película a la que le sobrasen planos y elementos, pero de la que se percibe, en la suma del conjunto, una armonía dolorosamente bella.
Las palabras son como un estrepitoso viaje entre lianas. El vaivén del cuerpo segregando ese vértigo adictivo en tu cabeza y las neuronas avezadas en sus conexiones, enviando impulsos de aquí allá. Todo tu cuerpo un gran sistema en funcionamiento del que, en el fondo, sólo percibes una suerte de embrollo neurótico y embriagador. Pero, a veces, sólo son eso que citarían los manuales de medicina (al igual que el propio libro recoge) como un síntoma de la rabia: un priapismo, una erección delirante, dolorosa y continuada. A Le Clézio las palabras le queman, arden en sus labios apretados, son llagas que dejan cicatriz. Son, si se me permite la metáfora enrevesada, ese priapismo literario, rígidas en su amenza de perpetuidad, desgarradoras, hirientea y bestiales, que poco tiene de venéreas y mucho de enfermedad. Y, pese a todo, de ese incontenible echarpe de angustias, emerge algo misteriosamente hermoso, algo inexplicablemente atractivo que se libera en la atmósfera del lector, por encima de las espadas que envainan las musarañas donde hibernan las partículas creadoras de la literatura, más arriba de todo eso, una suerte de deidad convierte a El Diluvio en el suculento manjar que enreda la exquisitez de los maestros entre los tejidos del placer literario.
En el camino de sus páginas, El diluvio presenta también ínfulas de distopía, acariciando ese estilo de pesismismo literario que Ray Bradbury ensalza en novelas como Fahrenheit 451. “No habrá fin, del mismo modo que no ha habido principio”, cita Le Clézio, presentando credenciales al recuerdo de Don Fancisco de Quevedo Villegas cuando advertía al escribir “lo que llamáis morir es acabar de vivir, lo que llamáis nacer es empezar a morir: así como lo que llamáis vivir, es vivir muriendo”. Subyace, por tanto, algo de suicido literario en Le Clézio que desvela a través de su protagonista, François Besson, columna narrativa de El Diluvio, que vive atormentado por el ánimo y el libertinaje creador, por los múltiples caminos que se abren, en un abanico de angustiosa indecisión, en su recorrido por las calles de la ciudad. Es díscolo y descreído, no pretende escribir ni hacer nada bueno, y a la vez, cree alcanzar el prodigio en cada acción. François Besson es el propio diluvio que da nombre a la obra. Feroz, implacable, destructivo, incontenible. Como el agua misma, sólo fluye y quiebra. ¿Qué es sino un diluvio? Un cruel eufemismo para disimular la monstruosidad del agua, que se diluye en su fragmentación, gota a gota. Y en esos pequeños suspiros de agua, de apariencia frágil, se libera toda la furia creadora y toda la densidad devastadora. El diluvio, con su endeble cuerpo hídrico, nos convierten en víctimas de la erosión, pequeñas estalagmitas amenazadas por estalactitas, como infinitas espadas de Damocles que se ciernen con sus estructuras cálcicas, suspendidas constantemente sobre nuestras vidas.
Como historia argumental, de giros y cabriolas, de sorpresa y emoción, no es quizás El diluvio la novela en la que esta Trilby que les habla se enredaría para examinar cada recoveco, o en la que se fascinaría cualquier ingenio imaginativo. Más bien es otra cosa, el deleite de los sentidos, el progreso de las letras una tras otra, no amontonadas, sino como breves puntos de un cuadro impresionista que al aproximarse uno sobre otro, al rozarse en la visión desde la lejanía, consiguen dejar la impronta de un lienzo que eleva los sentidos al placer.
Hay una especie de paralelismo entre la vida y la escritura y todo esto es palpable en esta obra de Le Clézio. Sendas dicotomías, ráfagas de oxígeno y oscuridad, la atmósfera del escritor que divaga entre fantasías deshaciendo el idilio entre los labios de la pluma; y, luego, ese reducto que es la realidad azotando cada pensamiento en su cubículo asfixiante, frenando el libre flujo de la imaginación. La irreprimible curvatura de la biología en su tiento desconsolado hacia la muerte. Es cierto que los dientes del desasosiego comienzan a morder las membranas amuralladas de tu joven corazón ilusionado; y, si de cobardías se trata, a veces, cree esta Trilby, mejor es no leer siquiera si el asedio puede perturbarnos, mejor sería no atreverse a recomendar y clausurar el paso de El diluvio más allá de la estantería del olvido. Sin embargo, pese a esa atmósfera de desconciertos, de ruidos y flechas, de sirenas y guerras que podemos encontrar en esta primera etapa creadora de Le Clézio, también hay algo armonioso que se eleva por encima de la historia, algo que alivia y estimula los sentidos: el propio desfile de palabras, el deleite mismo de su literatura, cada escena transcurre lenta, detallada, en el minucioso y delirante juego de la pintura, como una película a la que le sobrasen planos y elementos, pero de la que se percibe, en la suma del conjunto, una armonía dolorosamente bella.
Las palabras son como un estrepitoso viaje entre lianas. El vaivén del cuerpo segregando ese vértigo adictivo en tu cabeza y las neuronas avezadas en sus conexiones, enviando impulsos de aquí allá. Todo tu cuerpo un gran sistema en funcionamiento del que, en el fondo, sólo percibes una suerte de embrollo neurótico y embriagador. Pero, a veces, sólo son eso que citarían los manuales de medicina (al igual que el propio libro recoge) como un síntoma de la rabia: un priapismo, una erección delirante, dolorosa y continuada. A Le Clézio las palabras le queman, arden en sus labios apretados, son llagas que dejan cicatriz. Son, si se me permite la metáfora enrevesada, ese priapismo literario, rígidas en su amenza de perpetuidad, desgarradoras, hirientea y bestiales, que poco tiene de venéreas y mucho de enfermedad. Y, pese a todo, de ese incontenible echarpe de angustias, emerge algo misteriosamente hermoso, algo inexplicablemente atractivo que se libera en la atmósfera del lector, por encima de las espadas que envainan las musarañas donde hibernan las partículas creadoras de la literatura, más arriba de todo eso, una suerte de deidad convierte a El Diluvio en el suculento manjar que enreda la exquisitez de los maestros entre los tejidos del placer literario.
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