El final, que al ser pronunciado desaparece, se convierte en “nada”, en silencio... nos asusta.
Es una pared de hormigón impenetrable o la entropía de las moléculas jugando en un abismo inexistente... pero aterra.
Con los libros sucede lo mismo. En ocasiones esta Trilby se ha visto obligada a cortar sus ansias lectoras, a podar los extremos de las alas de la curiosidad para evitar un final prematuro que no es otra cosa, que la muerte de una historia. Apenas una veintena de hojas para ese fin, el peso del tomo acosando mi mano izquierda y el miedo me corroe. Finjo que es pereza y abandono el libro durante días. Lo desatiendo para que no sea él el que me hunda en la desidia, el que me destierre de sus letras. ¡Es tan difícil ignorar el tañido de la pérdida resoplando el “adiós” entre mis manos! Hasta las propias hojas se inquietan y retroceden una por una hacia su lado de reposo natural: el que las invita a cerrarse.
Y tiemblo y finjo una vez más. Como una comensal educada que, pese a la rabiosa hambruna, siempre deja algo en el plato; como una eficiente ama de casa que repone la despensa antes de que los víveres se agoten; como una adolescente atolondrada que espera en la puerta para llegar tarde al toque de queda. Huyendo siempre del final. Me resisto, erigiéndome dama subversiva, aunque colmada de patanería. Y ya asumida mi enfermedad, que vivo en el más escrupuloso mutismo, busco consuelo, sí, en el beso perfumado de un nuevo libro. Y así, dándomelas yo de singular lunática, de promiscua libresca, poseída por este febril miedo a los finales, me topo de pronto a un joven francés, remilgado, apabullante, delicado, capaz de imprimir hermosura hasta en el resquicio literario más mugriento… y comparte conmigo su temor. Los dos nos reconocemos temblorosos, como dos algas se padecen en enredos al paso y caricia del mar que las mueve. Aquel joven, de cuyo nombre no podría olvidarme, es Marcel Proust. Reconozco que desempolvé la coquetería, afilé las uñas de conquista y me dispuse a ese flirteo sin compromisos pero satisfactorio. Y nuestro affaire amoroso responde al nombre de ensayo, breve, apenas unas setenta páginas en las que el genio francés divaga Sobre la lectura. Una joya expresiva que percute directamente las sensibles fibras del lector afectado, creando una melodiosa armonía. Una joyita que, por corta, no ha fracasado en su ánimo de alianza, de compromiso.
Los locos devaneos de un joven que intenta leer sumergido en la agitada vida familiar, que se resiste a ingerir bocado alguno por no sacrificar su lectura. Encontramos a un Proust humilde, cercano, que semeja ser demasiado parecido a nosotros, los comunes, en su fervor lector (salvando la distancia cuantitativa… y si me descuidan, cualitativa). Un enamorado de los libros que rechaza la condena de Madame Bovary porque entiende “La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella; pero no la constituye”. Considera al libro el amigo sincero “se trata de una amistad desprovista de todo aquello que afea las demás amistades (…) esas reverencias en el vestíbulo que llamamos deferencia, gratitud, afecto, con las que mezclamos todas las mentiras, son inútiles y fastidiosas.” “Con los libros no hay amabilidad que valga. Con estos amigos, si pasamos la velada en su compañía, es porque realmente nos apetece”. Reniega de lo destructivo que puedan albergar, rehusa de esa fantasía caótica y dañina. La lectura puede ser una terapia, pero al igual que el cirujano o el terapeuta, como Proust preconiza para escándalo de la enamoradiza dama de Flaubert, los libros restituyen la parte afectada (del ánimo en este caso) pero ha de ser el enfermo el que la ponga a caminar, el que active su funcionamiento.
“El supremo esfuerzo del escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes ante el universo”. Hete aquí la misión del escribiente. Hete aquí mi pavoroso miedo a los finales. Por eso, esta Trilby, sintiendo el abrazo de la madrugada quemándole la espalda, vuelve una y otra vez sobre el lodo de su ignorancia y agradece a todos aquellos genios y maestros que algún día se empecinaron con su encanto para despertar en mí, como Federico Luppi pide a sus alumnos en la película “Lugares comunes” “el dolor de la lucidez”. Y aún en la procura de esa conciencia que se agita funesta entre mis miserias, sigo buscando ese rayo al que aferrarse. Mientras tanto, me amarro de la liana de la sinécdoque, cojo la parte por el todo, cruzo la orilla de los sueños y me despido, con el torrente de belleza que es Proust, susurrándome al oído.
Y tiemblo y finjo una vez más. Como una comensal educada que, pese a la rabiosa hambruna, siempre deja algo en el plato; como una eficiente ama de casa que repone la despensa antes de que los víveres se agoten; como una adolescente atolondrada que espera en la puerta para llegar tarde al toque de queda. Huyendo siempre del final. Me resisto, erigiéndome dama subversiva, aunque colmada de patanería. Y ya asumida mi enfermedad, que vivo en el más escrupuloso mutismo, busco consuelo, sí, en el beso perfumado de un nuevo libro. Y así, dándomelas yo de singular lunática, de promiscua libresca, poseída por este febril miedo a los finales, me topo de pronto a un joven francés, remilgado, apabullante, delicado, capaz de imprimir hermosura hasta en el resquicio literario más mugriento… y comparte conmigo su temor. Los dos nos reconocemos temblorosos, como dos algas se padecen en enredos al paso y caricia del mar que las mueve. Aquel joven, de cuyo nombre no podría olvidarme, es Marcel Proust. Reconozco que desempolvé la coquetería, afilé las uñas de conquista y me dispuse a ese flirteo sin compromisos pero satisfactorio. Y nuestro affaire amoroso responde al nombre de ensayo, breve, apenas unas setenta páginas en las que el genio francés divaga Sobre la lectura. Una joya expresiva que percute directamente las sensibles fibras del lector afectado, creando una melodiosa armonía. Una joyita que, por corta, no ha fracasado en su ánimo de alianza, de compromiso.
Los locos devaneos de un joven que intenta leer sumergido en la agitada vida familiar, que se resiste a ingerir bocado alguno por no sacrificar su lectura. Encontramos a un Proust humilde, cercano, que semeja ser demasiado parecido a nosotros, los comunes, en su fervor lector (salvando la distancia cuantitativa… y si me descuidan, cualitativa). Un enamorado de los libros que rechaza la condena de Madame Bovary porque entiende “La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella; pero no la constituye”. Considera al libro el amigo sincero “se trata de una amistad desprovista de todo aquello que afea las demás amistades (…) esas reverencias en el vestíbulo que llamamos deferencia, gratitud, afecto, con las que mezclamos todas las mentiras, son inútiles y fastidiosas.” “Con los libros no hay amabilidad que valga. Con estos amigos, si pasamos la velada en su compañía, es porque realmente nos apetece”. Reniega de lo destructivo que puedan albergar, rehusa de esa fantasía caótica y dañina. La lectura puede ser una terapia, pero al igual que el cirujano o el terapeuta, como Proust preconiza para escándalo de la enamoradiza dama de Flaubert, los libros restituyen la parte afectada (del ánimo en este caso) pero ha de ser el enfermo el que la ponga a caminar, el que active su funcionamiento.
“El supremo esfuerzo del escritor como el del artista no alcanza más que a levantar parcialmente en nuestro honor el velo de miseria y de insignificancia que nos deja indiferentes ante el universo”. Hete aquí la misión del escribiente. Hete aquí mi pavoroso miedo a los finales. Por eso, esta Trilby, sintiendo el abrazo de la madrugada quemándole la espalda, vuelve una y otra vez sobre el lodo de su ignorancia y agradece a todos aquellos genios y maestros que algún día se empecinaron con su encanto para despertar en mí, como Federico Luppi pide a sus alumnos en la película “Lugares comunes” “el dolor de la lucidez”. Y aún en la procura de esa conciencia que se agita funesta entre mis miserias, sigo buscando ese rayo al que aferrarse. Mientras tanto, me amarro de la liana de la sinécdoque, cojo la parte por el todo, cruzo la orilla de los sueños y me despido, con el torrente de belleza que es Proust, susurrándome al oído.
2 comentarios:
Que buen relato Noe, es verdad que muchas veces te haces el remolón para no terminar un libro que te está encantado, te resistes a abandonar esa pequeña película que tu mente ha creado y de la que no quieres ver el final. Lo que no suelo hacer es serle "infiel", suelo flirtear con algún comic, algún manga japonés, pero al final vuelvo, como cuando tienes una discusión con tu pareja, te haces el duro, pero no puedes evitar verla.
En fin que me enrollo demasiado, a ver si nos enseñas un día ese flirteo y esas armas de seducción, literarias, pero armas de seducción a fin de cuentas jeje!
Un besazo!
Gracias a ti por compartir con Proust, conmigo y con tantos otros (seremos todos "uno de tantos"?) ese miedo a que la fantasía ponga un punto y final a la historia de los personajes que vagan en nuestras cabezas.
Al menos, y perdona mi promiscuidad, podremos resucitarlos a través de una nueva historia, con otros rostros y otros paisajes... con una nueva lectura!jeje.
Un saludo!
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