Muchas veces me he intentado disfrazar en tonos sepia o monocromáticos y colarme, a través de la rendija del “todoesposible”, en el Pasado. Pero mis facultades camaleónicas están atrofiadas. Y nada puedo hacer para engañar a las manillas del reloj, para convencer al Tiempo de que pertenezco a aquel lugar y debe concederme mi deseo: volver a la Congo Square. Y digo volver, porque cuando uno ya procede de un lugar, nunca debiera decir que “va”, en ese caso uno sólo puede “regresar”.
Y del jazz venimos todos. De allí, de aquella plazuela de Nueva Orleans donde las raíces musicales de la tierra norteamericana se mezclaban con sonidos africanos y europeos. El jazz lo consigue, funde continentes y vuelve a regenerar esa Pangea en la que no existen barreras, ni diferencias, ni distancias, porque toda la Tierra vuelve a ser una sola: un mismo cielo de pentagramas y sostenidas, de agudos saltando sobre graves, de silencios perturbando a los tumultos en un compás sin límites ni reglas. El jazz, la música de las fusiones, la música de la improvisación, la música madre de tantos hijos, no es otra cosa más que todas ellas.
Por eso a veces anhelo mi regreso a la Congo Square. A esa plazuela de encantos, el único lugar de todo Nueva Orleans donde se permitía a los esclavos bailar y cantar y tocar sus rústicos e improvisados instrumentos de percusión. Las cadenas de amarre se desintegraban con aquellos ritmos. A veces, el yugo se iba aflojando con la hondura de sus sonidos. Por eso, los días de lluvia, aquellos días con un fino e incesante goteo sobre sus cabezas, la gente continuaba su celebración, seguían disfrutando de aquella libertad cuarteada, refugio del consuelo, protegida de los látigos tras unas trincheras imaginarias, que no eran otras más que el perímetro de aquella plaza en la que no se podían permitir perder su fuelle libertario por los caprichos meteorológicos.
Seguían tocando, sí, lo sé. Por eso a veces quiero regresar, rellenar de piedras cualquier fruta seca y sentarme a compartir la intensidad de una música que, venciendo cualquier pronóstico, se elevó por encima de la Congo Square y se mezcló entre los tiempos hasta alcanzar la perpetuidad.
Allí, a mi plaza, vuelvo hoy. Aunque llueva, aunque truene. Allí regreso para vestirme de vitalidad con la esencia del jazz, para soltarme la melena y dejarla respirar en la más pura libertad, bailando entre las cuerdas del contrabajo mientras coqueteo con la dulzura de un clarinete...
Y mi salvoconducto para la Congo Square viene hoy de la mano de Sidney Bechet y su mágica interpretación del tema Petit Fleur...
Y del jazz venimos todos. De allí, de aquella plazuela de Nueva Orleans donde las raíces musicales de la tierra norteamericana se mezclaban con sonidos africanos y europeos. El jazz lo consigue, funde continentes y vuelve a regenerar esa Pangea en la que no existen barreras, ni diferencias, ni distancias, porque toda la Tierra vuelve a ser una sola: un mismo cielo de pentagramas y sostenidas, de agudos saltando sobre graves, de silencios perturbando a los tumultos en un compás sin límites ni reglas. El jazz, la música de las fusiones, la música de la improvisación, la música madre de tantos hijos, no es otra cosa más que todas ellas.
Por eso a veces anhelo mi regreso a la Congo Square. A esa plazuela de encantos, el único lugar de todo Nueva Orleans donde se permitía a los esclavos bailar y cantar y tocar sus rústicos e improvisados instrumentos de percusión. Las cadenas de amarre se desintegraban con aquellos ritmos. A veces, el yugo se iba aflojando con la hondura de sus sonidos. Por eso, los días de lluvia, aquellos días con un fino e incesante goteo sobre sus cabezas, la gente continuaba su celebración, seguían disfrutando de aquella libertad cuarteada, refugio del consuelo, protegida de los látigos tras unas trincheras imaginarias, que no eran otras más que el perímetro de aquella plaza en la que no se podían permitir perder su fuelle libertario por los caprichos meteorológicos.
Seguían tocando, sí, lo sé. Por eso a veces quiero regresar, rellenar de piedras cualquier fruta seca y sentarme a compartir la intensidad de una música que, venciendo cualquier pronóstico, se elevó por encima de la Congo Square y se mezcló entre los tiempos hasta alcanzar la perpetuidad.
Allí, a mi plaza, vuelvo hoy. Aunque llueva, aunque truene. Allí regreso para vestirme de vitalidad con la esencia del jazz, para soltarme la melena y dejarla respirar en la más pura libertad, bailando entre las cuerdas del contrabajo mientras coqueteo con la dulzura de un clarinete...
Y mi salvoconducto para la Congo Square viene hoy de la mano de Sidney Bechet y su mágica interpretación del tema Petit Fleur...
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