Los periodistas tienen que tener dotes funámbulas. Es una exigencia de base: el código de barras de la genética te tiene que dotar de cierto sentido del espectáculo circense, de una suerte de reacción felina para hacer cabriolas en el aire de la deontología. Uy, la maldita palabra, se me ha escurrido de la pluma otra vez. Juro que intento esquivarla, de hecho, me había balanceado sobre el trapecio casi furiosa, para ver si la parábola de mi cuerpo me alejaba de esa isla de desengaños. Pero no. Siempre caigo y cae ella. Siempre acaba deslizándose, moribunda, por el estrecho margen de mi serenidad.
Alguna vez hemos hablado de ella los compañeros así, como lo hacemos todo, medio en risas, medio en penas, para ver si con esa tragicomedia académica que esgrimimos se nos alivia el desconcierto. Porque llega el momento en el que ni nuestras grandes habilidades circenses consiguen evitar el desplome de la seguridad y nuestro sueño en segundas nupcias parece perder nitidez, sentido. Hay algo de vergüenza, quizás heredada, quizás implícita en una profesión que te hace recorrer las orillas del pecado a cada instante. El límite entre el agua turbia y la potable. Y al mismo tiempo, también existe una suerte de vanidad, un condimento esperpéntico, casi ridículo y dotado de los excesos de la caricatura: ahí vamos un grupo de chavales, forrados en tabloides, rebozados como croquetas en un maremágnum informativo, torpes, pesados. Intentando equilibrar, encajar una verdad con otra. Rastreándola como ancianos sabuesos que han perdido el olfato y disimulan la torpeza. Desconcertados, abatidos, con el cabrilleo de la ética arremolinándose en nuestra conducta, separándonos, alejándonos, acobardándonos en nuestro fuero de pequeños orgullos. Pocas son las certezas, apenas, saber que no caminamos ecuánimes por el lomo de una cuerda, más bien corremos descalzos por el filo de un cuchillo: el de la conciencia. Que a veces corta, hace pupa. Máxime cuando uno lee y espera otra cosa de los suyos, algo más de ahínco, un poco menos de cansino interés. Y es que, lo denostado que quede el arte de hacer, lo estériles que sobrevivan las tierras del prestigio profesional, lo ultrajado y violado que nos devuelvan el cadáver del periodismo, éso lo tendremos que digerir y afrontar los que venimos detrás, siguiendo, bobalicones y nostálgicos, la estela de aquellos de antaño cuyos apellidos se nos amontonan en la lengua… Camba… Fernández Flórez..., los Marianos, de Larra… de Cavia… cuyas formas, cuyo sentir periodístico nos hacen todavía salivar, vibrar en el adorado Olimpo de los irreverentes. Suerte que podemos resignarnos, sacar pecho y deleitarnos con algunas de las honrosas excepciones que en la contemporaneidad confirman la norma del servilismo. Mi única y satisfactoria recompensa en estos momentos es que este espacio, largo e infumable tantas veces (perdón, querido lector, perdón) me pertenece, sin que nadie me estreche las ideas, ni las comprima en la cuartilla que, cual limosna, me permita escribir la publicidad. Sin unto con el que dar sabor a este gatuperio, lo digo claro, qué vergüenza señores, qué imágenes del día han plagado las cabeceras de los principales diarios nacionales. Y no me refiero a la portada de las posaderas de la Bruni y la Ortiz luciendo una tersura envidiable, ni siquiera a los arrumacos sentimentaloides que se profesaron los barones con sus respectivas primeras damas-florero… eso ya lo hace Enric González y con mayor talento del que puedan encontrar en estas letras.
Alguna vez hemos hablado de ella los compañeros así, como lo hacemos todo, medio en risas, medio en penas, para ver si con esa tragicomedia académica que esgrimimos se nos alivia el desconcierto. Porque llega el momento en el que ni nuestras grandes habilidades circenses consiguen evitar el desplome de la seguridad y nuestro sueño en segundas nupcias parece perder nitidez, sentido. Hay algo de vergüenza, quizás heredada, quizás implícita en una profesión que te hace recorrer las orillas del pecado a cada instante. El límite entre el agua turbia y la potable. Y al mismo tiempo, también existe una suerte de vanidad, un condimento esperpéntico, casi ridículo y dotado de los excesos de la caricatura: ahí vamos un grupo de chavales, forrados en tabloides, rebozados como croquetas en un maremágnum informativo, torpes, pesados. Intentando equilibrar, encajar una verdad con otra. Rastreándola como ancianos sabuesos que han perdido el olfato y disimulan la torpeza. Desconcertados, abatidos, con el cabrilleo de la ética arremolinándose en nuestra conducta, separándonos, alejándonos, acobardándonos en nuestro fuero de pequeños orgullos. Pocas son las certezas, apenas, saber que no caminamos ecuánimes por el lomo de una cuerda, más bien corremos descalzos por el filo de un cuchillo: el de la conciencia. Que a veces corta, hace pupa. Máxime cuando uno lee y espera otra cosa de los suyos, algo más de ahínco, un poco menos de cansino interés. Y es que, lo denostado que quede el arte de hacer, lo estériles que sobrevivan las tierras del prestigio profesional, lo ultrajado y violado que nos devuelvan el cadáver del periodismo, éso lo tendremos que digerir y afrontar los que venimos detrás, siguiendo, bobalicones y nostálgicos, la estela de aquellos de antaño cuyos apellidos se nos amontonan en la lengua… Camba… Fernández Flórez..., los Marianos, de Larra… de Cavia… cuyas formas, cuyo sentir periodístico nos hacen todavía salivar, vibrar en el adorado Olimpo de los irreverentes. Suerte que podemos resignarnos, sacar pecho y deleitarnos con algunas de las honrosas excepciones que en la contemporaneidad confirman la norma del servilismo. Mi única y satisfactoria recompensa en estos momentos es que este espacio, largo e infumable tantas veces (perdón, querido lector, perdón) me pertenece, sin que nadie me estreche las ideas, ni las comprima en la cuartilla que, cual limosna, me permita escribir la publicidad. Sin unto con el que dar sabor a este gatuperio, lo digo claro, qué vergüenza señores, qué imágenes del día han plagado las cabeceras de los principales diarios nacionales. Y no me refiero a la portada de las posaderas de la Bruni y la Ortiz luciendo una tersura envidiable, ni siquiera a los arrumacos sentimentaloides que se profesaron los barones con sus respectivas primeras damas-florero… eso ya lo hace Enric González y con mayor talento del que puedan encontrar en estas letras.
Mi indignación periodística (será que ando sumergida en una vorágine de susceptibilidades) llegó en forma de fotografía el miércoles, cuando asistí lastrada, como una espectadora del séptimo arte a la que la censura ha dejado sin tórrido beso entre los amantes, al espectáculo gráfico más bochornoso de los últimos tiempos (esto es, desde la semana pasada).
El Parlamento vasco se engalana y estrena lehendakari socialista, un hito, un aleluya y un hosanna trenzados en su huida hacia los Cielos y, al margen de las apreciaciones sobre los titulares y las informaciones, me centraré en la farándula gráfica que desplegó sus camelos de originalidad en este día. Por ser el primero que sudó entre mis manos, voy a hablar de ABC, la cabecera que no consiguió enfocar ni a uno sólo de los protagonistas de la jornada pero que, eso sí, sacó de refilón la mueca borrosa de Patxi López. El punto de fuga sin embargo, la lectura del cuadro, empuja hacia la cara de “chancho griposo” que exhibía Ibarretxe, no sé si compungido, febril, o can graves problemas de retención escatológica, pero, al pobrecito, dan ganas de ingresarlo en el hospital más cercano... Qué bromita díscola han publicado los herederos de Torcuato, vaya capacidad de vacile y qué portentos reflejando el inconsciente, el sentir de los protagonistas.
Sin embargo, me decido avispada a encontrar algo de serenidad, al fin y al cabo –pensé, ya se sabe que los duendes siguen haciendo de las suyas en las imprentas. Aunque pronto confirmo mis peores sospechas: ése día estaban especialmente revoltosos. Por ejemplo, la que han liado en El País (ya saben, ese periódico que nunca intuye connotaciones en sus portadas), donde sacan a relucir un forzado abrazo de la sucesión que, con sorna, talla en el rostro de Ibarretxe la expresión misma de la inquina, los odios más viscerales, la ira más pecaminosa. Pero queridos duendecillos de Prisa, ¿no hubiese sido mejor colocarle directamente un rabo, un tridente y unos cuernos con Photoshop?
En cualquier caso, pueden siempre seguir el ejemplo de El Mundo porque, amárrense el sombrero, que Pedro J. sacó de su cajita de Agatha Ruiz de la Prada la ventisca del sarcasmo con toda su furia creativa: uno entra, otro sale. Patxi y su señora vienen hacia el espectador, radiantes, pletóricos, como queriendo invitarnos a una ronda de cañas. No obstante, como en la vida no todo es dicha, que quede reflejado: ahí se va caminando cabizbaja una silueta coronada por una alopecia selectiva, centrada en el cogote (a lo Zidane), eso sí, muy reconocible por todos: no es un avión, ni es Superman, es Ibarretxe, el Spock de la política, cuyas cejas pueden intuirse en el contorno de su espalda, donde también parece llevar colgado un cartel de derrota, de fracaso, como si lo hubiesen lanzado por la popa de la nave Enterprice, sin razones, ni justicia. Ahí se va soyozando, masticando un “agur, agur”.
El caso de Público es ya notorio: acaba por desencajársenos la mandíbula en este día en el que los quioscos parecen revestidos con las portadas de El Jueves y no con las publicaciones de cabeceras informativas. La miro, me cubro los ojos, la vuelvo a mirar y me río otra vez: no puedo evitarlo, en mi cabeza comienza a reproducirse (así, sin querer) el "chan, chan, chan" de la banda sonora de Rocky Balboa. Si es que Ibarretxe parece el Potro de Vallecas... y que me perdone, sé que mejor sería decir un púgil de la vascongada, pero mis conocimientos en el boxeo escasean. El caso es que a los "protas" sólo les faltan las rutilantes batas con capucha para acabar de parecer bravucones del Pressing Catch, dispuestos a devorarse la oreja si hace falta. Ahí está Patxi, estoico, sereno, pero un poco contra las cuerdas, como reteniendo la fuerza arrolladora del nacionalista. Y detrás (¡Qué estampa tan maravillosa!) salen todos muy bonitos, los fotógrafos, esforzándose en lograr la composición estética más justa y equilibrada, haciendo de sus objetivos lienzos digitales en los que calcar la impronta, la esencia misma del arte, con un sentido de la armonía en absoluto reñido con la información. Para luego llegar, unos más satisfechos que otros, unos más sin querer que queriendo, con ese material a la redacción, donde mostrarán con mimo sus capturas y un señor de tirantes agradecerá su esfuerzo y seleccionará la mejor para su publicación (aunque será difícil entre tanta calidad). No importa si en tiempos como estos, de abominable crisis, desempolvamos a Hearst y le hacemos vender periódicos en la esquina de la mediocridad. Tampoco importa si hacemos que el betún saque kilómetros de altura al valor de la imagen informativa, ¿es que no saben que de vez en cuando hay que tomarse un break y dejarse de moralinas? Y hacer del periodismo una especie de charanga, con las fotos más dicharacheras y chiripitifláuticas. Las más mordaces y coñeras, la jauja misma, el espíritu de la murga gaditana… pero, advertencia, sin que falte nunca su toque ofensivo, ni su sesgo interesado, ni el eructo de sus líneas editoriales, para que ese jefe de tirantes pueda volver a casa orgulloso, encenderse el puro y peinarse el tupé, aunque ya le escaseé, sintiéndose, sobre todo, satisfecho por el trabajo bien hecho. Y ¡miren! ¡brotan los pareados! debe ser que, sin haberlo pensado, al final, me han cabreado.
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