La gente habla de monotonía, del incómodo abrazo de la hiedra aferrándose a los tobillos. La gente habla de monotonía, pero no sé si por lo que tenemos de monos, que es bastante más de lo que quisiera admitir, o porque realmente queremos huir de lo cotidiano. ¿Acaso no nos perturban los cambios? Esta Trilby descubrió que sí, el otro día, camino a Nunca Jamás, en el penúltimo vagón del metro de la línea 1, cuando subí acelerada, como de costumbre, empujada por la inercia del que siempre va con prisas, asediada por mi fama de impuntualidad.
Me senté al lado de una mujer cuyo escorzo me invitaba a fantasear. La chaqueta de punto cedido por la elasticidad de los años, el agresivo perfume de la calle, el pelo repeinado con ese alquitrán natural de las raíces. Me retorcí un poco en el asiento, calibré cierta reserva de civismo y educación. Una de mis compañeras de viaje, la que ocupaba parte de la fila de enfrente, frunció el ceño y dibujó pasmada una náusea en el aire. Hedor –creo- es una palabra justa, pero poco amable. Permití a mi curiosidad ciertas diligencias, incliné mi cuerpo hacia el borde del asiento, quería ver su rostro, su expresión, quizás cansada, quizás ausente. Al encontrarla, al verla ocupando allí, plena, mi mirada, me arrastró una cercanía poco saludable: Aquella señora me recordó a mi padre. Aunque, pobre mío, no creo que se sienta orgulloso de que lo mente así de esta manera. Sin embargo, es verdad, esa señora se parecía a él. No por tener un aire sobrio, ni por su toque heroico. Más bien era algo estético: aquel bigote enrabietado. Aquel felpudo irritado bajo la nariz, deslizándose en su recorrido de flechas que apuntan a los labios. Al contrario de lo que puedan pensar, no hablo desde la repugnancia. Mejor diré lo que es cierto. Me perturbó aquella imagen. Especialmente cuando la señora abandonó mi compañía, salió del vagón y se dirigió directa a rebuscar en la papelera del metro de Plaza Castilla. Cuando las puertas se cerraron y la dejamos atrás, la mujer del asiento de enfrente asió del aire una suerte de alivio que distendió la hosca mueca de su rostro. Me convencí entonces de que su padre no tenía bigote y que de aquella señora sólo había percibido la estulticia, el manido olor de su piel y su tesoro echo de mugres ajenas. Pero yo me quedé asustada. Allí, en mi rinconcito del vagón. Hasta que llegó una se esas niñas salerosas, de desparpajo incontenible. Se sentó en el lado izquierdo de mi asiento. Y me miró de refilón, casi tímida. ¿Estaría ella buscándome parecidos con su padre? Palpé con disimulo el reborde superior de mi boca y suspiré aliviada. De momento, el tamaño del espurio bello era aceptable. Pero la niña seguía viéndome intrigada mientras su madre luchaba por encontrar una esquina segura y con sujeción para el carrito de su otro hijo, un bebé lampiño, con los ojos enormes. Al fin la pequeña decidió romper el silencio que nos envolvía.
-¿Se parece una cabra a una vaca? –me dijo preocupada.
Aquella pregunta, cargada de inocencia y frescura, aquel rostro de coronas rizadas, aquellos ojos inquietos esperaban mi respuesta. Yo sonreí, presumiendo de la sapiencia del adulto frente al niño. Sonreí serena y confiada. ¡Qué fácil es parecer un Dios ante los pequeños! Qué fácil sugerirles tanta seguridad, cargar de alivio sus inquietudes, frenar sus lenguas que se agitan siempre con una pregunta.
-Pues verás –comencé a explicarle- no se parecen en nada, las vacas son más grandes y…
Y la niña se volvió de pronto insolente, como defraudada por mi comentario.
-Sí se parecen. ¡Las dos dan leche! Se dio la vuelta y centró su mirada en la de su madre, evidenciando mi fracaso, juzgándome como una timadora de palabras y tropel.
Me sentí destrozada, magullada por su grandeza. Qué razón tenía. Yo parada en evidencias justificando mi simpleza por la capacidad de mi interlocutora, sin percibir que mi raciocinio estaba herido, era diferente al de ella. Aquella pequeña díscola sin embargo… ¡Cuánto tenía que enseñarme! Ella tenía la visión del escritor, aquella que Virginia Woolf destacaba en su ensayo “La vida y el novelista”, esa capacidad de estar “expuesto a la vida.” “Le es tan imposible dejar de recibir impresiones como al pez en medio del océano impedir que el agua pase por sus agallas.”
Quise preguntarle a la niña, ahora yo redimida a su sabiduría. Pero ella se me adelantaba, desafiante, juguetona, consciente ya de su superioridad. Echó un vistazo sobre el libro que ocupaba el espacio de mis manos ese instante. Me apresuré a guardarlo en mi mochila para que no me juzgase pero ella ya lo había visto y al encontrarlo allí reunido con el resto de sus compañeros, al ver las lecturas que me ocupaban, me dijo indignada:
- ¿Acaso si te preguntase se parecen Larra y Castelao tú me volverías a decir que “uno es más grande que otro” o mejor aún, “como la vaca muge, y la cabra habla en balidos, afirmarías que uno escribe en gallego y otro en castellano", así lo reduces todo?
Me sentí tremendamente agobiada, porque todos aquellos pensamientos, sin duda, parecía reconocerlos en mí, aquella sencillez de la que ahora se burlaba. El metro paró. Una nueva estación y la niña se levantó de su asiento y siguió a su madre hacia la salida. Mientras yo me quedaba sepultada por un aluvión de dudas.
- ¿Qué hay de su intencionada burla al escribir? -Me dijo mientras se iba- ¿No ves que "los dos dan leche”?
Me senté al lado de una mujer cuyo escorzo me invitaba a fantasear. La chaqueta de punto cedido por la elasticidad de los años, el agresivo perfume de la calle, el pelo repeinado con ese alquitrán natural de las raíces. Me retorcí un poco en el asiento, calibré cierta reserva de civismo y educación. Una de mis compañeras de viaje, la que ocupaba parte de la fila de enfrente, frunció el ceño y dibujó pasmada una náusea en el aire. Hedor –creo- es una palabra justa, pero poco amable. Permití a mi curiosidad ciertas diligencias, incliné mi cuerpo hacia el borde del asiento, quería ver su rostro, su expresión, quizás cansada, quizás ausente. Al encontrarla, al verla ocupando allí, plena, mi mirada, me arrastró una cercanía poco saludable: Aquella señora me recordó a mi padre. Aunque, pobre mío, no creo que se sienta orgulloso de que lo mente así de esta manera. Sin embargo, es verdad, esa señora se parecía a él. No por tener un aire sobrio, ni por su toque heroico. Más bien era algo estético: aquel bigote enrabietado. Aquel felpudo irritado bajo la nariz, deslizándose en su recorrido de flechas que apuntan a los labios. Al contrario de lo que puedan pensar, no hablo desde la repugnancia. Mejor diré lo que es cierto. Me perturbó aquella imagen. Especialmente cuando la señora abandonó mi compañía, salió del vagón y se dirigió directa a rebuscar en la papelera del metro de Plaza Castilla. Cuando las puertas se cerraron y la dejamos atrás, la mujer del asiento de enfrente asió del aire una suerte de alivio que distendió la hosca mueca de su rostro. Me convencí entonces de que su padre no tenía bigote y que de aquella señora sólo había percibido la estulticia, el manido olor de su piel y su tesoro echo de mugres ajenas. Pero yo me quedé asustada. Allí, en mi rinconcito del vagón. Hasta que llegó una se esas niñas salerosas, de desparpajo incontenible. Se sentó en el lado izquierdo de mi asiento. Y me miró de refilón, casi tímida. ¿Estaría ella buscándome parecidos con su padre? Palpé con disimulo el reborde superior de mi boca y suspiré aliviada. De momento, el tamaño del espurio bello era aceptable. Pero la niña seguía viéndome intrigada mientras su madre luchaba por encontrar una esquina segura y con sujeción para el carrito de su otro hijo, un bebé lampiño, con los ojos enormes. Al fin la pequeña decidió romper el silencio que nos envolvía.
-¿Se parece una cabra a una vaca? –me dijo preocupada.
Aquella pregunta, cargada de inocencia y frescura, aquel rostro de coronas rizadas, aquellos ojos inquietos esperaban mi respuesta. Yo sonreí, presumiendo de la sapiencia del adulto frente al niño. Sonreí serena y confiada. ¡Qué fácil es parecer un Dios ante los pequeños! Qué fácil sugerirles tanta seguridad, cargar de alivio sus inquietudes, frenar sus lenguas que se agitan siempre con una pregunta.
-Pues verás –comencé a explicarle- no se parecen en nada, las vacas son más grandes y…
Y la niña se volvió de pronto insolente, como defraudada por mi comentario.
-Sí se parecen. ¡Las dos dan leche! Se dio la vuelta y centró su mirada en la de su madre, evidenciando mi fracaso, juzgándome como una timadora de palabras y tropel.
Me sentí destrozada, magullada por su grandeza. Qué razón tenía. Yo parada en evidencias justificando mi simpleza por la capacidad de mi interlocutora, sin percibir que mi raciocinio estaba herido, era diferente al de ella. Aquella pequeña díscola sin embargo… ¡Cuánto tenía que enseñarme! Ella tenía la visión del escritor, aquella que Virginia Woolf destacaba en su ensayo “La vida y el novelista”, esa capacidad de estar “expuesto a la vida.” “Le es tan imposible dejar de recibir impresiones como al pez en medio del océano impedir que el agua pase por sus agallas.”
Quise preguntarle a la niña, ahora yo redimida a su sabiduría. Pero ella se me adelantaba, desafiante, juguetona, consciente ya de su superioridad. Echó un vistazo sobre el libro que ocupaba el espacio de mis manos ese instante. Me apresuré a guardarlo en mi mochila para que no me juzgase pero ella ya lo había visto y al encontrarlo allí reunido con el resto de sus compañeros, al ver las lecturas que me ocupaban, me dijo indignada:
- ¿Acaso si te preguntase se parecen Larra y Castelao tú me volverías a decir que “uno es más grande que otro” o mejor aún, “como la vaca muge, y la cabra habla en balidos, afirmarías que uno escribe en gallego y otro en castellano", así lo reduces todo?
Me sentí tremendamente agobiada, porque todos aquellos pensamientos, sin duda, parecía reconocerlos en mí, aquella sencillez de la que ahora se burlaba. El metro paró. Una nueva estación y la niña se levantó de su asiento y siguió a su madre hacia la salida. Mientras yo me quedaba sepultada por un aluvión de dudas.
- ¿Qué hay de su intencionada burla al escribir? -Me dijo mientras se iba- ¿No ves que "los dos dan leche”?
¡Qué razón tenía! Daban la mala leche del que escribe burlando todo. Aquellas ganas de ironía que había en Larra, aquella sátira de las máscaras, aquel mismo garbo vacilón que Castelao ponía al escribir sobre la patria en relatos como “O Inglés”. Qué razón tenía y que frágil me sentí, como un libro descatalogado, como una edición absurda sobre la que nadie muestra ya interés. ¿Y si soy como la obra póstuma de un poeta, aquella que jamás debió de existir, publicada a traición de espaldas a la lápida, y que la gente sólo lee por auténtica pena, compungidos en tristezas, intentando escudriñar en esas últimas letras arrastradas por la pluma cansada, aquel brillo (si alguna vez lo hubo) aquel desaire del poeta?
El metro avanzaba y ya no sabía bien ni adonde. Aquella revelación de las cosas, aquella abrupta caída del telón en el que ahora estaba atrapada mi ignorancia me hizo sentirme lastrada. Me abracé a los artículos de Don Mariano, como para ver si se me pegaba algo, si cierta gracia de aquella prosa entraba sugerente e ineludible por los poros de mi piel. Me sentía como si hubiese sufrido una caída ridícula. Como si la lluvia fuese una suerte de ceniza. Sacudí la ropa y me levanté del suelo, recogiendo el orgullo hecho trizas. Sin embargo, todo en mí parecía tener ese desaliño de las cosas sobadas. Hasta los relatos parecían estar manidos y cansados. Y Virginia, con su eterno perfil me hablaba desde la foto de la tapa del libro y me recordaba “Cierre sus bibliotecas si quiere, pero no hay puerta ni cerradura, ni pestillo que pueda colocarle a la libertad de mi mente” Claro que yo ya había conquistado lo que ella reivindicaba como un derecho universal en su escrito, yo ya tenía esa “Habitación Propia”. El problema era otro, mi falta de fantasía, aquel rubor, aquella desazón sonrojada que había despertado en mí la niña. Observar lo sencillo y describir a través de la anécdota lo común, es propio de los genios. No está al alcance de los otros, como yo, simples escribientes que transcriben. Escribir desde la torre de marfil, desde el ángulo dorado de las alturas es quizás más accesible que ver, a ras del suelo, todo eso susceptible de ser percibido por los demás. Transmitirles en escenarios cotidianos lo que todos sienten y reconocen. ¿Y si por un momento aspiro o sueño (sólo a nivel literario, jamás por la perniciosa ambición de superioridad moral o humana) con escribir desde esa torre de marfil y luego descubro que soy el más enano de entre los gnomos, subida a la seta más pequeña y diminuta del bosque? ¿Y si mi escritorio está allí, expuesto sin fantasía ni orgullo sobre el lomo salvaje de un saltamontes? ¿Y si ruedo en su espalda sin saber jamás dónde irán las palabras, dónde irán las intenciones ni la gracia del poeta?
Me apeo en la siguiente parada. Doy la vuelta en un arrebato. Cruzo el andén y marcho en dirección contraria. Al regresar a Plaza Castilla, busco a la señora poseída por Diógenes. Y me acuerdo del filósofo que dio nombre al síndrome, ese pensador que vivía en un barril y que dijo a su profesor "pegad cuanto gustéis; mientras tengáis algo que enseñarme, no hallaréis palo bastante fuerte para alejarme". Pero la que ya se había alejado era aquella señora, la pirata saboteadora de la escala de valores. Yo, escribiente sin remedio, me paseé por las papeleras, como minutos antes ella había hecho. Y dentro de una, lo vi. Allí olvidado. Metí la mano apresurada, controlé el vértigo de lo prohibido. Contuve las ansias y salí corriendo para subirme de nuevo al vagón, preguntándome si alguien me habría visto. En el traqueteo del suburbano encontré cierto remanso de paz, con una frágil pero extraña sensación de alegría, un alboroto discreto en mis mejillas, como aquel que encuentra en su propia basura, el objeto preciado del que nunca debió desprenderse. Y continué mi camino, mientras un bolígrafo destintado palpitaba entre mis manos, al tiempo que me decía “quizás todavía pueda hacer algo por él”.
El metro avanzaba y ya no sabía bien ni adonde. Aquella revelación de las cosas, aquella abrupta caída del telón en el que ahora estaba atrapada mi ignorancia me hizo sentirme lastrada. Me abracé a los artículos de Don Mariano, como para ver si se me pegaba algo, si cierta gracia de aquella prosa entraba sugerente e ineludible por los poros de mi piel. Me sentía como si hubiese sufrido una caída ridícula. Como si la lluvia fuese una suerte de ceniza. Sacudí la ropa y me levanté del suelo, recogiendo el orgullo hecho trizas. Sin embargo, todo en mí parecía tener ese desaliño de las cosas sobadas. Hasta los relatos parecían estar manidos y cansados. Y Virginia, con su eterno perfil me hablaba desde la foto de la tapa del libro y me recordaba “Cierre sus bibliotecas si quiere, pero no hay puerta ni cerradura, ni pestillo que pueda colocarle a la libertad de mi mente” Claro que yo ya había conquistado lo que ella reivindicaba como un derecho universal en su escrito, yo ya tenía esa “Habitación Propia”. El problema era otro, mi falta de fantasía, aquel rubor, aquella desazón sonrojada que había despertado en mí la niña. Observar lo sencillo y describir a través de la anécdota lo común, es propio de los genios. No está al alcance de los otros, como yo, simples escribientes que transcriben. Escribir desde la torre de marfil, desde el ángulo dorado de las alturas es quizás más accesible que ver, a ras del suelo, todo eso susceptible de ser percibido por los demás. Transmitirles en escenarios cotidianos lo que todos sienten y reconocen. ¿Y si por un momento aspiro o sueño (sólo a nivel literario, jamás por la perniciosa ambición de superioridad moral o humana) con escribir desde esa torre de marfil y luego descubro que soy el más enano de entre los gnomos, subida a la seta más pequeña y diminuta del bosque? ¿Y si mi escritorio está allí, expuesto sin fantasía ni orgullo sobre el lomo salvaje de un saltamontes? ¿Y si ruedo en su espalda sin saber jamás dónde irán las palabras, dónde irán las intenciones ni la gracia del poeta?
Me apeo en la siguiente parada. Doy la vuelta en un arrebato. Cruzo el andén y marcho en dirección contraria. Al regresar a Plaza Castilla, busco a la señora poseída por Diógenes. Y me acuerdo del filósofo que dio nombre al síndrome, ese pensador que vivía en un barril y que dijo a su profesor "pegad cuanto gustéis; mientras tengáis algo que enseñarme, no hallaréis palo bastante fuerte para alejarme". Pero la que ya se había alejado era aquella señora, la pirata saboteadora de la escala de valores. Yo, escribiente sin remedio, me paseé por las papeleras, como minutos antes ella había hecho. Y dentro de una, lo vi. Allí olvidado. Metí la mano apresurada, controlé el vértigo de lo prohibido. Contuve las ansias y salí corriendo para subirme de nuevo al vagón, preguntándome si alguien me habría visto. En el traqueteo del suburbano encontré cierto remanso de paz, con una frágil pero extraña sensación de alegría, un alboroto discreto en mis mejillas, como aquel que encuentra en su propia basura, el objeto preciado del que nunca debió desprenderse. Y continué mi camino, mientras un bolígrafo destintado palpitaba entre mis manos, al tiempo que me decía “quizás todavía pueda hacer algo por él”.
1 comentario:
Sólo los genios y los niños saben que el verdadero mérito está en no subir nunca a esa torre de marfil. A veces, la mejor inspiración está a ras de la línea 1; en algún lugar entre Cuatro Caminos y Chamartín...
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