sábado, 11 de abril de 2009

LA CLAQUETA. Pánico entre los mimbretes de la genialidad

Con frecuencia recurrimos, sin quererlo, a un complejo eminentemente humano, desconcertante, deshilachado por una suerte de amaneramiento envidioso, con el que fabricamos alrededor de los genios una atmósfera incorruptible que protege sus carnes (sostenidas por huesos como los nuestros) con una especie de áurea divina y dorada que pareciese hacer emerger en ellos una suerte de material especial, el engrudo que une de forma inseparable al genio con una conexión estelar inalcanzable para lo mundano. Pero dentro del caparazón de la genialidad se desangra el artista en su frágil existencia, con su tibia seguridad, al igual que un ser humano corriente, avergonzado por ese torrente de fuerzas y miserias del que beben nuestras endebles raíces.

Nos perturbó con la locura de Norman Bates y su “posesiva” madre. Asesinó la idílica inocencia de los pájaros convirtiéndolos en duchos depredadores que desatan el pánico sobre la ciudad. Se burló del talante vouyerista de James Stewart y despeinó al inigualable Cary Grant con el vuelo de una avioneta.
Alfred Hitchcock, rey del suspense cinematográfico, nos entretuvo con mil anécdotas, sembró maldad y dudas en los rostros de mayor candidez; y compuso para los anales de la historia algunas de las películas más originales y emocionantes.
Pero sus celuloides apenas nos han dejado una visión sesgada de lo que Hitchcock era fuera de la pantalla. Conocemos su afición a los cameos, una tradición que mantuvo en 37 de sus 52 películas, y la gracia que le hacía pasearse por sus propias historias, como un personaje más que lanza un guiño cómplice al que mira, como si él mismo se encarnase en el Wally del Séptimo Arte y apareciese para aliviar el enredo de sus sospechas argumentales, consiguinedo hacer cosquillas a la mente de los espectadores.



Sin embargo, detrás de la cámara, lejos de los decorados y la vida del cine, este hombre robusto y corpulento (llegó a pesar 135 kilogramos) no fue capaz de espantar sus propias fobias infantiles. Y es que lo que más amedrentaba al creador de Psicosis era el cuerpo policial, se sentía igual que Gesualdo Bufalino, cuando una vez describió la repugnancia que le producía la idea de publicar sus escritos: "como si fuera un baldón, un sentirse tan desnudo y humillado como si estuviera delante de una uniformada comisión médica militar". La policía para Hitchcock, igual que los lectores para Bufalino, poseía algo violento, algo intimidante, desgarrador, un arrebato de fragilidad ignominiosa.
Tenía un miedo irracional por los cuerpos del orden y la seguridad “Siento temor a los castigos corporales”, cuenta en una de las conversaciones del libro El cine según Hitchcock, del director François Truffaut, “Me siento siempre imaginativamente en el lugar de la víctima, las emociones de una persona a la que detienen y llevan a la comisaría en un coche celular y que contempla a través de los barrotes a las gentes que entran en un teatro, que salen de un café, que hacen su vida cotidiana con placer.”
Desde bien pequeño fue tímido y distraído. Y hasta que murió su madre no descubrió que tenía el corazón ¡un 16% más grande que el resto de las personas! Pero sí sabía que la presencia de un policía cerca de él desataba en su interior un miedo atroz que enervaba su calma y destruía toda su serenidad. Probablemente este miedo, que haría las delicias de los analistas freudianos, no era tan baldío e infundado. La explicación podría encontrarse en un castigo falto de cualquier sensibilidad. Hitchcock siempre recordó aquel momento de su infancia, con apenas cinco años, en el que su padre le encomendó la misión de entregar una carta en la comisaría. “El comisario la leyó y me encerró en una celda durante cinco o diez minutos diciéndome: esto es lo que hacemos con los niños malos” comentó el director, arrastrando todavía un fuerte desconcierto.
Resulta escalofriante imaginar a ese niño asustado, llorando en el interior de un penitenciario inglés sin entender nada de lo que ocurría, mientras un policía le contaba no sé qué absurda historia sobre "buenos y malos". Porque lo peor de todo es que Hitchcock nunca recordó cuál había sido la causa de aquella penitencia que alimentó el absurdo desequilibrio existencial de alguno de sus personajes. Pero no cabe duda, de que hoy día sus progenitores serían enjuiciados por asocicaciones y tribunales de menores, sin contar la insalvable reprimenda que recibirían por parte de la SuperNanny televisiva.
Son este tipo de anecdotarios los que dejan caer la telaraña y abren el telón que marca la frontera entre el estrellato y el populacho. Se diluye el área incorruptible y el gran genio cinematográfico, fustigador de actores y descubridor de musas rubias, se desnuda con toda su fragilidad, atormentado entre sus propias sombras, con aquella fobia de niño retraído clavada entre las sienes. Y es que el miedo, del mismo modo que la muerte, no distingue a genios de mediocres y se cierne, con sus fauces de acero, sobre todo lo humano sin posibilidad de discriminación; y ni los mimbretes dorados del éxito consiguen separarnos de sus venenosos y mortecinos labios.

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