sábado, 13 de junio de 2009

República literaria

Sonaban flautas de retiro, cornetas de muerte bloggueriana y cuervos volando alrededor del sepelio de esta Trilby, con flores en sus picos y plumas negras en sus alas. Se presagiaba el final de este espacio, para alivio de muchos y protesta de otros –los menos-. Siento decirles a todos que yo, como aquel, no me he ido, sólo buscaba el momento adecuado para volver. Y quizás el momento oportuno, tras estos días de ausencia, haya sido precipitado por la frescura de una novela que, por divertida, enredó mi despiste en sus más colosales formas hasta casi provocarme la pérdida irremediable de un billete de autobús con destino a mi particular Nunca Jamás.

Una lectora nada común de Alan Bennett es la excusa perfecta para vislumbrar la fábula encandiladora de los cuentos orales trasladada a las páginas de la narrativa moderna. El autor británico concilia en este relato la fantasía de un niño con el sarcasmo de un adulto revenido y lo hace imaginando cómo tambalearía la Corona Inglesa, cómo se resentiría esa aparente rigidez, si la reina Isabel II fuese de pronto poseída por la pasión literaria.
Un libro divertido y mordaz, tan ligero y fresco que hipnotiza al lector. Porque no es sólo una historia ajena a las emociones del que lee, en cada página se reconocen en el personaje los mismos achaques que todos podemos alcanzar en un fluir de la empatía lectora, redescubriendo a través de esa reina de talante algo tosco y rictus impenetrable, cómo se vive la pulsión libresca: Una suma de despreocupaciones y desfachateces, el fingirse de pronto poseído por una enfermedad que nos inhabilita para hacer cualquier cosa que no sea reposar en el colchón acompañados de un libro; ese desatender cualquier obligación, porque leer es dejarse arrastrar al extrarradio, a la locura. Es una enajenación que consume al lector en su intento por remachar una línea del texto con otra, sin que apenas perciba que la ceniza del cigarro reposa fuera del cenicero (o sobre uno mismo). Es dejar que, según la estación del año que nos aclimate, al café le salga escarcha; o bien se esfume frente a nuestras inquietas manos, inquietas y torpes extremidades que en su tanteo sobre la mesa no atinan a encontrar el vaso de cafeína porque los ojos no han conseguido despegarse del libro que lees.
Por la parte de atrás, donde crece la sombra, la lectura también es una invasión repentina de la frustración: saber que el golpe seco de la realidad no nos permitirá hacer lo que anhelamos, esto es, hilvanar un día con otro teniendo como única continuidad la historia de una novela. Es, por seguir con la jerga costurera, desear enhebrar nuestro espíritu por el agujerito de sus páginas sin percibir que el sol vuelve a ponerse un día más por Antequera... Y que luego aparezca la Luna e intente seducirnos para que nos rindamos a la persuasión de su cántico somnoliento y burlarnos de su belleza todavía sobrecogidos, todavía dependientes de esa maldita suma de páginas que no deja de atraernos en su transcurrir de letras.
Leer es abstraerse del mundo y a la vez sentirse más cerca de él. Despertar una locura interior que paradójicamente es sosegada y desquiciante. Perturbadora y a la vez tranquilizante.
Puede que uno de los elementos más bellos del relato sea ver que la reina se convierte de pronto en una princesa enana, en una niña que no es cándida y complaciente, sino díscola, poseída por la curiosidad. No desea un final con perdices, ni flores, ni halagos gratuitos. Sólo respuestas a su continuo flujo de preguntas, a sus insaciables ansias por recuperar el tiempo perdido. Porque la lectura, al descubrirla, nos hace sentir también cierta desazón, como si fuésemos pequeños sísifos, intentando subir la montaña portando la piedra de la ignorancia, conscientes de que nunca alcanzaremos su cima, ni podremos verla siquiera, porque la literatura es inarbarcable e inalcanzable.
“Creo que leo porque tenemos el deber de descubrir cómo es la gente” reflexiona la reina para perturbación de su ayudante, Sir Kevin, el antagonista frecuente en cualquier relato y que en éste caso sólo podría venir encarnado por un pseudo-intelectual, reducido a la estrechez del academicismo y la compostura. Un tipejo odioso que se empeña en separar a la lectora amateur de su recién estrenado vicio, emperrado en desenterrar prejuicios sobre la lectura y recordar a la reina que la ocupa una actividad egoísta y poco apropiada a su condición. El inamovible "malo-malísimo" se niega a aceptar la empatía que el personaje de Isabel II comienza a desplegar, es más, empieza a parecerle ridículo que ni siquiera la instrumentalice y la haga pública, en un alarde propagandístico barriobajero que la reina no está dispuesta a admitir.
“El atractivo [de los libros] está en su indiferencia: había algo inaplazable en la literatura. A los libros no les importaba quién los leía ni si alguien los leía. Todos los lectores eran iguales, ella incluida. La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república (…) los libros no se sometían.” Efectivamente, los libros, con su rebeldía innata empiezan a descubrir en la reina la estupidez de sus actos, empiezan a poner en tela de juicio la importancia de entregar premios a literatos sin conocer sus obras, sin poder conversar con ellos sobre sus escritos. Comienza a cuestionarse su propio sentido del deber y la institución que preside comienza a ruborizarse con sus nuevos pensamientos, que cuestionan su propia educación regia. “Aleccionar no es leer. De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionamiento cierra un tema, la lectura lo abre.” La Reina nos hace pensar, quizás en que esta reflexión del personaje merezca comenzar a escribir su nombre con mayúsculas y, también, nos sugiera un ligero pero importante cambio que deberíamos trasladar a la escuela: en lugar de que las aulas parezcan cuarteles de instrucción deberían estar habitadas por estanterías colmadas de libros y, sobre ellos, un gigantesco cartel donde se inscriba la atractiva palabra “prohibidos” para que todos los pequeños se viesen tentados y no pudiesen evitar acercarse a leer.
Alan Bennett consigue una conjunción entre osadía y subversión que se rifa con el humor la extensión de los diálogos, espontáneos, sencillos y a la par irónicos y cargados de dobles sentidos. Un estilo que recuerda en mucho al de Woody Allen en sus películas y que Bennett traslada a la literatura empleando las letras con esa simpleza mordaz a la que obligan los textos audiovisuales. Quizás por aquello de que el propio autor británico trabajó en televisión, su narración no se desprende de los dictámenes del lenguaje audiovisual y utiliza, de modo certero, concreto y eficaz las palabras justas de la forma adecuada para despertar un cosquilleo irreprimible en la comisura de nuestros labios. “Supongo –piensa la Reina- que una de las pocas cosas que podemos decir es que hemos llegado a una edad en la que podemos morirnos sin que nadie se sorprenda.”

Para acabar de zurcir una obra de ingenio, tan torpes como “Pierre Nodoyuna” en su obsesión por ganar alguna de las innumerables carreras disputadas en Los autos locos, los malvados asesores regios pergeñan un grotesco y maléfico plan que resolverá la novela con un final, sorprendente, gracioso y valiente que saboteará las fechorías pretendidas por los consejeros reales.
****

En una última nota, pasado el abatimiento inicial de estos días, y ya vencida (más bien capoteada) esa congoja y compungimiento sentimentaloides, he rescatado la escasa serenidad que todavía conservo en mi trastero y resuelvo en este final mi más sincero agradecimiento hacia una de esas personas que en un alarde de altruismo literario ha intentado orientar mi tendencia hacia los libros y mi gusto pelín hortera. Por todo y, en este caso, por descubrirme, al izar el telón de la biblioteca, un escrito como Alan Bennett y un librito tan inocente (va con retranca) y encantador como Una lectora común... ¡graciñas!
Y ¡ah! –exclamo al firmar una posdata aclaratoria que no quiero que se me olvide-. Solicitaría a mis camaradas que no se me atrincheren ya que, por dulce e ingenuo que sea el personaje que se nos presenta, por tediosas y compasivas que sean sus obligaciones, por empática que me haga con el trajín regio, por palabras de admiración y consuelo que, imbuída por la lectura de Bennett, dedique a lo largo de este texto al personaje real, tranquilos todos –esta es una nota de advertencia- y aprovecho, como el autor, para poner cierta sorna en los salones de guirnaldas y de rúbricas coronarias. No quiero dejar de confesarles, camaradas pasionarios, que no cabe preocupación alguna tras haberme leído así de complaciente respecto a este tema tan escabroso para ciertas sensibilidades (especialmente la mía), ya que esta Trilby sigue vislumbrando en sus ensoñaciones pendones de color morado ondeando en la torre del Palacio Real… ;)

2 comentarios:

Isabel dijo...

UNA LECTORA NADA COMÚN era, lógicamente, un libro perfecto para una lectora nada común como tú. Ya dirás quién es esa persona, autoritaria e intolerante, que tacha de horteras tus gustos literarios!!!!

Trilby dijo...

Mi "horterismo" literario lo advirtió cierta voz temerosa cuando escogí de la estantería (a edad de estar enredándome en las colecciones de Barco de Vapor) Los puentes de Madisson por lectura juvenil… Pero nadie vetó ni calificó nunca peyorativamente mis elecciones... supongo que me comprenderás si te confieso que el peor monstruo y el más dictatorial, es siempre el que habita dentro de uno mismo…
Un besito! ;)