sábado, 29 de mayo de 2010

Las gafas del antropólogo tienen estrías

El libro El antropólogo inocente, de Nigel Barley, relata la experiencia del autor –doctorado en antropología por la Universidad de Oxford- durante su primera incursión en el trabajo de campo. Su viaje a Camerún, con el objetivo de estudiar los entresijos de la tribu de los dowayos, acabará volatilizando los límites entre el investigador y el ser humano y, por ende, inspirará el desarrollo de una nueva fórmula narrativa alejada del aparataje academicista. La asequibilidad de este planteamiento, a través de su fresca y divertida literatura, consigue atrapar al lector en el relato y constituye uno de los mayores aciertos de la obra.

Barley juega con la desmitificación para desmontar esa nube de romanticismo que envuelve a la antropología clásica. A golpe de ironía y retranca nos presenta a un investigador que torpemente intenta encajar el campo teórico y su bagaje cultural en la realidad contemplativa que experimenta en tierras africanas. Con la deformada visión de un miope que, haciendo uso de sus unas lentes estereotipadas, cree observar nítidamente una cultura tan lejana, el antropólogo atina al presentarnos todos esos prejuicios como la razón que sitúa el trabajo académico fuera de foco en comparativa con la experiencia directa sobre el terreno. En este sentido, El antropólogo inocente es también una crítica al trabajo etnográfico tradicional y a sus clásicas formas de análisis y expresión.
Su afán de desmontar la mentira del antropólogo todoterreno que se mimetiza con el ambiente y que consigue encajar en culturas tribales casi por generación espontánea, lleva al autor a repartir con sorna contundentes bofetadas a los clásicos de su profesión. Es por esto que el libro también es una continua carrera contra el estereotipo, en la que la esencia de la antropología intenta sobreponerse al instinto humano; en la que la lógica etnográfica busca imponerse al corsé de superioridad occidental.

No obstante, el cuestionamiento de estos principios afecta a las propias relaciones entre los europeos que, lejos del exotismo africano, se alimentan de ideas preconcebidas, empañadas por los prejuicios. No en vano, el propio Barley alude a una típica imagen del inglés para referirse a sí mismo “me sentía con la sensación de ser una de esas figuritas tan británicas que aparecen en las fotografías de la época colonial”.

Las vicisitudes y la implicación personal del autor remarcan el sello diferencial que supone este libro dentro del terreno de la antropología. De fondo, las crisis personales –tan frecuentes a lo largo de la obra- acaban por poner en tela de juicio el propósito de la investigación. Sus reflexiones no dejan lugar a dudas sobre la opinión que le merece esa estirpe de nuevos colonizadores europeos -profesionales cualificados y empresarios occidentales- que se dedicaban a implantar productos y modelos de gestión foráneos sin percibir cómo esas innovaciones afectan al entorno.

“Me acusaron amargamente de ser un `parásito de la cultura africana´. Ellos estaban allí para compartir conocimientos, para cambiar la vida de la gente. Yo lo único que pretendía era observar, y con mi interés podía alentar las supersticiones paganas y el atraso. (...) Del antropólogo se puede decir que es un trabajador inocuo, pues el oficio tiene como unos de sus principios éticos interferir lo menos posible en lo que uno observa.”

Al apelar a la deontología, el investigador delimita las diferentes formas de intrusismo que el “hombre blanco” practica en suelo africano: en un extremo, los que buscan hacer negocio y, en el otro, la labor analítica del antropólogo que lo conduce a la inocuidad. Un falso mito que, por cierto, el propio Barley cuestionará al final del libro: “No se puede negar que todo antropólogo cambia en cierta medida la vida del pueblo que estudia”. Esta reflexión final verbaliza una idea que llevaba apuntando a lo largo de todo el libro ya que el autor es consciente de que dentro de la tribu se le respetaba "porque les distraía”. Su convivencia estaba modificando de algún modo los patrones de conducta habituales en los dowayos.



El juego rupturista que el autor plantea acaba por afectar, indudablemente, a nuestra propia concepción del exotismo tribal: no es cierto que, al menos en el caso de los dowayos, vivan en armonía con su entorno natural. El uso de pesticidas agrícolas como métodos de pesca o la falta de una nomenclatura precisa para la fauna y flora con la que están en contacto hacen tambalear esa idea de conexión equilibrada entre el hombre “primitivo” y la naturaleza. Para mayor confusión, Nigel Barley se sorprende ante la capacidad humorística de la tribu, que llega a definir las relaciones entre sus miembros. En este sentido, el libro reitera el asombro que despierta en el antropólogo este tipo de situaciones y los avances más relevantes que realiza en su estudio aparecen de forma escalonada y, a veces, incluso lenta. Otro ámbito en el que resulta repetitivo es en la descripción de los problemas burocráticos que frenan su investigación y ponen trabas a su misión antropológica. Si bien son ejemplos ilustrativos del caciquismo local y de la cara menos amable del trabajo de campo, una continua alusión a ellos acaban lastrando la lectura.

En cualquier caso, la experiencia de Barley al lado de los dowayos, está plagada de anécdotas, vicisitudes y momentos desternillantes hilvanados con humor y una narración descriptiva que facilita la comprensión del relato y su labor pedagógica. Al igual que el protagonista de una obra del absurdo, el autor parece avocado a una experiencia con la que no se muestra muy entusiasmado. De alguna forma arrastrado por la jerarquía universitaria y por la necesidad de mejorar su expediente profesional, Barley aterriza en Camerún sin darse cuenta de que ni las enfermedades, ni las dificultades lingüísticas y económicas conseguirán disimular el cambio que su contacto con los dowayos producirá en él: “Resulta difícil no empezar a olvidar de inmediato que el estudio de campo consiste fundamentalmente en un aburrimiento, una soledad y una desintegración mental y física intensos.”

El que empezó siendo un antropólogo pazguato y sobrepasado acabará por ofrecer al lector algunas claves sobre la investigación de campo. La soledad y la incomprensión son estigmas que refuerzan el sentimiento de inadaptación que surge con la vuelta a casa. Poniéndole prosa humorística ironiza sobre la percepción del tiempo y su relatividad. Tanto que, de regreso, su reloj temporal no encaja con el de nadie:

“El viajero antropológico se encuentra en la posición opuesta. Durante lo que parece un período de tiempo extraordinariamente largo, permanece aislado en otros mundos, donde se plantea problemas cósmicos y envejece de forma considerable, para regresas y descubrir que tan sólo han pasado unos meses. La bellota que plantó no se ha convertido en un gran árbol, apenas ha tenido tiempo de sacar un débil brote, sus hijos no se han vuelto adultos y únicamente sus más íntimos amigos han notado su ausencia."

Con todo, El antropólogo inocente es una obra inteligente y divertida que nos plantea la posibilidad de acceder a los entresijos de la investigación etnográfica, dejando al margen el aparataje académico y poniendo el acento en la experiencia humana capaz de vincular emocionalmente cualquier diferencia cultural. Un libro muy recomendable para poner retranca a un problema que sigue dividiendo el mundo en compartimentos de primera y segunda clase.

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