jueves, 4 de noviembre de 2010

La lucidez del filósofo

Sobrecoge pensar en la gran capacidad intuitiva de algunos filósofos griegos. Asusta más aún asomarse a la gran cantidad de descubrimientos y de informaciones que estos sabios legaron a un mundo más preocupado en domesticar la razón que en tratar de comprenderla. La comparativa puede resultar un agravio poco alentador para el ego del común de los mortales y, en el caso de Empédocles, deja a los médicos e investigadores del siglo XIX en un campo de desfase nada halagüeño.

Y es que este siciliano nacido entre los años 495-490 antes de Cristo sentó las bases de uno de los grandes descubrimientos más notorios sobre el funcionamiento del ojo humano: Los conos y los bastones, que son células fotosensibles que forman parte de nuestro órgano visual. Los primeros, son los encargados de captar las diferencias cromáticas -basadas en distintas longitudes de onda para los que están "especializados"- y los segundos, captan la luminosidad, lo que nos permite ver por la noche y lo que explica que en bajas condiciones de luz no distingamos colores (los conos inhiben su acción). ¿Y cuál es la conexión entre estas células y Empédocles?


Con grandes dosis de romanticismo y con la privilegiada posición que permite comparar estos descubrimientos desde el presente podemos pensar que Empédocles ya intuyó parte de nuestro mecanismo de visión cinco siglos antes del nacimiento de Cristo. Mientras que serían muchos los que en épocas futuras defenderían que es el ojo el que irradiaba luz sobre los objetos permitiendo su visión, el filósofo intuyó que había algo dentro del propio órgano ocular que nos permitía ver.

Y es que en tiempos presocráticos, Empédocles atajó la polémica entre el "nada cambia" que defendía Parménides y el "todo fluye" de Heráclito. Para él, ambos filósofos erraban y acertaban en algún punto de su razonamiento: si bien es cierto que algo está en constante cambio, también lo es que hay algo que permanece inmutable. Ese algo son las cuatro raíces de la naturaleza: aire, fuego, tierra y agua. Los cambios en el entorno se debían, por tanto, a las diferentes combinaciones de estos elementos que se unían mediante una fuerza creadora (el amor) y se separaban mediante una fuerza destructora (el odio). Y esta teoría condujo a Empédocles a pensar que en nuestro ojo existían esos cuatro elementos y la visión resultaba del reconocimiento que, por ejemplo, la parte de fuego presente en nuestros ojos hacía respecto a la cantidad de fuego que componía los materiales. Y así con los otros tres elementos.

Si reducimos esas cuatro "raíces" a dos y les llamamos conos y bastones hallaremos la explicación que permite a nuestros ojos captar el color y la luz de los objetos. Que sería como decir, en una explicación mucho más imaginativa -y nada desatinada- que nos quedamos con el fuego, el aire, la tierra y el agua presente en las cosas que nos rodean.

Y es que, a pesar de que el mayor enemigo de la filosofía son algunos profesores de esta asignatura (empecinados en malgastar sus clases haciendo que los alumnos intenten captar el rumor de las olas en plena estepa) esta materia tiene aplicaciones tan prácticas y cotidianas que uno, por fin entiende, por qué estos pensadores conservan un nombre propio en la Historia.

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