miércoles, 6 de noviembre de 2013

Libros que nunca quisieron ser escritos

Esos extraños días de reflexiones sonámbulas, de inquietudes desmayadas a los pies de la cama, resultan ser en ocasiones la mejor atmósfera en la que elaborar una clasificación de libros más allá de géneros y otras etiquetas comerciales. Hay algunos ejemplares que, como si formasen parte de la colección de un taxidermista, sólo sirven para adornar y mostrar a las visitas la mueca absurda de su presencia. También están los libros tímidos –que siempre pasan inadvertidos–, los evocadores –que conservan en sus tapas la secuela de algún recuerdo–, los regios –pomposos tomos a los que todos hacen reverencias–, los temidos –que desloman con su obesidad la rectitud de las baldas… Y así un largo etcétera hasta llegar a una categoría singular: los que nunca quisieron ser escritos. Son fantasmagóricas anomalías, dolorosos engendros que brotan lejos de las fronteras de la imaginación: allí donde la realidad les otorga talante de tragedia. Dentro de los relatos autobiográficos, este subgénero herido que muchos han llamado literatura del duelo constituye generalmente un punto de inflexión en la trayectoria de sus autores. Si Mortal y Rosa (1975), considerada una obra cumbre del siglo XX, permitió a Francisco Umbral descubrir la hiriente belleza de lo que él mismo calificó como “memoria simultánea” –al revivir a su hijo fallecido–; la pérdida, eternizada a través de las páginas, continúa propiciando excepciones y rarezas en la trayectoria de escritores tocados por la muerte, que se asoman al abismo de la desesperación cargados de palabras para henchir la tripa de ese monstruo que amenazan con devorarlos. 

Así lo describe Francisco Goldman en Di su nombre (Sexto Piso), el libro que escribió tras perder a su esposa Aura Estrada en un trágico accidente en las playas de Oaxaca. Una novela dictada desde la locura, escrita desde ese borde patológico en el que la literatura pierde su aliento terapéutico para convertirse en una prisión de frustración y llanto. Violento, herido, evocador, nostálgico, rabioso, un Goldman atormentado por la culpa y la pérdida resucita a Aura para que el lector se enamore de ella, de su brillante mente y de sus desequilibrios e inseguridades, y eterniza su recuerdo para intentar echar un pulso a la muerte. "Abrázala fuerte, si está contigo. Abrázala fuerte –pensé. Respírala. Ése es el consejo que doy a todos los vivos. Respírala. Mete la nariz en su pelo. Respírala profundamente. Di su nombre. Siempre será su nombre. Ni siquiera la muerte te lo puede robar", escribe. Libro duro y de difícil digestión, este paseo por los arrabales de la desesperación se convierte, al final, en un canto a la vida. 

Aura Estrada y Francisco Goldman el día de su boda
Una idea que también está presente en La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), una obra en la que Rosa Montero evoca la pérdida de su pareja, Pablo Lizcano, a través de retazos biográficos sobre Marie Curie, a quien sorprendió la viudez después de que su marido Pierre fuese atropellado por un coche de caballos. Más pudorosa que Goldman –al fin y al cabo, la Premio Nobel polaca se acaba convirtiendo en una excusa para redimir sus propios recuerdos– Montero demuestra una vez más que es en la realidad, en su hábil forma de abordar los periplos vitales, donde se encuentra su mejor literatura. Su capacidad de hacer del ensayo una adictiva novela es, a juicio de esta Trilby, uno de sus aspectos más atrayentes como autora. Lo demostró en obras como La loca de la casa, Historias de Mujeres y Amantes y enemigos, su forma de diseccionar perfiles biográficos y convertirlos en una insaciable fuente de curiosidades y anécdotas en las que vernos reflejados constituyen una de sus mejores armas narrativas. A pesar de que la escritora, embriagada por los efluvios de la fantasía, suele preferir la novela como terreno de batalla, a excepción de Historia del Rey Transparente, ninguna de sus ficciones ha conseguido disparar mi síndrome de abstinencia tanto como sus perfiles vitales. En mi humilde juicio, la imaginación es algo más que dibujar fábulas, se trata de esa capacidad mágica que permite trazar puentes entre dos orillas de la realidad que nadie hubiese unido jamás. Sus prejuicios con el género quedan claros desde el principio. “Confieso que, durante muchos años, consideré que era una indecencia hacer un uso artístico del propio dolor. Deploré que Eric Clapton compusiera 'Tears in Heaven' (Lágrimas en el cielo), la canción dedicada a su hijo Conor, fallecido a los cuatro años de edad al caer de un piso 53 en Nueva York; y me incomodó que Isabel Allende publicara 'Paula', la novela autobiográfica sobre la muerte de su hija. Para mí era como si estuvieran de algún modo traficando con esos dolores que hubieran debido ser tan puros”, escribe Montero, quien, sin embargo, reconoce que “en el origen de la creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno”. Es en estas contradicciones donde la autora se revela especialmente vulnerable, como resistiéndose a narrarse, a pesar de que es en esa belleza mundana que tan maravillosamente percibe donde conecta mejor con el lector: “No hay nada ridículo en la #Intimidad –ya hablaremos en otra ocasión si la forma de etiquetar las palabras clave como "hashtags" marcará un original punto de inflexión en la literatura–, no hay nada escatológico ni repudiable en ese lento fuego doméstico de sudor y de fiebre, de mocos y estornudos, de pedos y ronquidos. (…) La #Intimidad: no tener muy claro donde acabas tú y empieza el otro”, relata. Montero es una cuentista en sentido rígido: su voz se introduce en tu mente y no deja de narrar jamás. Pero, ¿no hay en esta reflexión una clara intención de reflejar que el autor escribe por un afán de inmortalidad? ¿Acaso no quiere decir que mantener su recuerdo vivo, luchar contra las neblinas del olvido, es también una manera, nada egoísta, de soñar la eternidad? 

Mucho de esto está presente en La hora violeta (Mondadori), la desgarradora carta de amor –no se puede clasificar de otro modo– que Sergio del Molino dedica a su hijo Pablo, fallecido a causa de un cáncer. “Estamos en el laberinto del dolor, y eso quiere decir que estamos solos. El dolor asusta a los demás, damos miedo”, escribe. Se trata, en muchos aspectos, de la búsqueda de un autor falto de palabras que definan su pérdida (un hijo sin padres es huérfano, un hombre sin esposa, viudo… pero un padre que ha perdido a su niño, ¿qué es?), y acaba convirtiéndose en un fascinante viaje, en el que esa paternidad arrebatada, despierta un inconmensurable dolor, pero también un maravilloso vitalismo. Y es que, aunque hay quienes atribuyen al oficio de escribiente poderes reconstituyentes, como si las palabras pudiesen convertirse en una suerte de engrudo con el que pegar los pedazos de un corazón devastado, la realidad es que el duelo –también el literario– no es más que rasgar con la pluma los recuerdos privados, esas escenas que el temor comienza a desdibujar en la memoria. No sólo supuran su llanto y su sangre: se han hecho inmortales. Por eso, estos autores, más que nadie, conocen a la perfección ese sentimiento patentado por Bartleby, el obcecado personaje de Herman Melville, que repetía insistentemente “I would prefer not to” (“Preferiría no hacerlo”) y, sin embargo, siguen escribiendo.



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